Obra de: LITA PÉREZ CÁCERES
QUERIDO MIGUEL
Asunción, 15 de agosto de 2008
Querido mío:
Sé que te extrañará recibir esta carta, y hasta adivino tu expresión. Si nos vemos todos los días, a todas horas, si no nos despegamos el uno del otro desde hace 6 meses, desde que llegamos aquí, a esta ciudad que no termino de sentirla mía… Pero así son las cosas, mi bien. “¿Para qué me escribirá?”, te estarás preguntando.
Tantas veces quiero hablarte tranquila, serena, quiero que mis palabras te calmen, te sanen… pero ellas se amontonan en mi garganta y no las dejo pasar… Sé que vendrán acompañadas de lágrimas y que también, subrepticiamente, arrastrándose, llegarán los reproches, las recriminaciones. Me conozco, puedo ofenderte, y no quiero hacerlo; por eso decidí escribirte.
Ay, mi amor te quiero tanto que me duele el alma. Por eso te dejé con tu hermana; por eso hoy no me quedé para bañarte, ni te vestí con tu pijama limpio. Ahora mismo no veo lo que te escribo porque estoy llorando torrecialmente. Recuerdo que anoche, tomadas las manos, semidormidos, después que terminó tu acceso de tos y cuando te tranquilizaste, te sacaste la mascarilla de oxígeno y me dijiste: «Belén, vamos a casarnos, quiero casarme contigo, sos la mujer de mi vida».
¡Sí! – te respondí casi gritando. ¡Sí!, me muero por casarme contigo.
Hace 25 años que espero esa declaración; hace 25 años que vivimos juntos; hace 25 años que me siento como la mujer de tu vida, pero nunca me lo habías dicho. En ese momento creí morir de alegría y ya no pude dormir más. Me limité a contemplar tu sueño o casi sueño, desde la otra cama. Hice tantos planes, Miguel, tantos. Imaginaba que volvíamos juntos a la casa, que todo volvía a ser como siempre, que me retabas por algo que te había enojado y después me sonreías hasta la última arruguita de tus estrenados 70 años. Me veía bailando un vals en tus brazos, siempre me dijiste que soy muy romántica, ¿pero qué clase de boda puede haber sin un baile de los desposados? Me ilusioné con tanta felicidad que hasta me prometí que no habría reproches si ibas a casa de la otra. No me hubiese importado porque es propio de vos prodigarte; sólo que yo tenía, en ese sueño de felicidad, el rol protagónico. Nadie iba a disputarme tu amor, tu amor verdadero; el resto es xixica, como decía Vadinho en aquella película.
Y de pronto, embelesada como estaba, noté que tu mano derecha buscaba algo. Si, recorría a tientas la sábana, esa mano traidora, buscando el celular. Miré tu rostro y me di cuenta de que era un movimiento involuntario y, por eso mismo, más terrible. Ni siquiera en la inconsciencia la borrabas de tu vida. En tu mente, en algún rincón, oculto y agazapado, estaba el recuerdo de esa mujer. ¡Por qué mi Dios! ¿Por qué esto ahora?, cuando yo pensé que ya todo pertenecía al pasado. Fue en ese momento cuando me prometí no quejarme nunca más. Si Dios te devolvía a mi, entero, saludable, alegre y conquistador como siempre, nunca más tendría celos, nunca más.
A veces soy razonable Miguel y si el propósito lo merece, mucho más
prudente yo sería. Como cuando nos unimos, en esos días, yo creí tocar el cielo con las manos. Tu segunda esposa te había abandonado y me invitaste a vivir contigo. Al fin, me dije, ocuparé su lugar. Sí, lo ocupé en la cocina y en su lecho, pero nunca me sentí segura de haberla desplazado de tu corazón… hasta anoche, cuando me propusiste matrimonio. Parecía una chiquilina, quería contarle a todo el mundo que íbamos a casarnos… Al entrar la enfermera para tomarte la presión, la temperatura y para preguntarme cómo habías pasado la noche luego de la crisis, me desconcerté. ¿Hablaría ella de la crisis de amor que te acometió? No, se refería a esa falta de aire, a ese ahogo que te impedía respirar bien. Cuando le conté que mejoraste y que nos casaríamos apenas salieras del hospital, me miró con tristeza, con lástima; me dijo que deberíamos casarnos allí mismo: “No espere tanto, señora” – me recomendó.
Comprendí que no estabas nada bien y me arrodillé a rezarte, así como te rezo cada noche cuando no me ves. Como San Miguel es tan poderoso y llevás su nombre te rezo a vos:
«Curate pronto, amor de mi vida.
Volvé a ser como antes, sanate,
Sanate, Miguel, mi amor.
Te ruego, te suplico que te repongas,
Que recobres la salud, que sonrías a la vida
Que camines, hermoso, a mi lado.
Poderoso y apuesto Miguel, no te
Marches de mi lado. El cielo puede esperar
Pero yo no, Miguel adorado.
Por los clavos de Cristo, por sus llagas,
Por el dolor de su madre, por su corona
De espinas y por la resurrección de la carne,
Resucitá vos también».
Cuando rezo voy tocándote: primero, la frente, para borrar los malos recuerdos; las mejillas, para borrar las huellas de otros besos; los labios para que sólo pronuncies palabras de amor para mí. Te ordeno que te sanes para siempre de tus males y acaricio tu corazón para desocuparlo, para que quede limpio y fresco, así como está el mío, para recibirnos mutuamente en ellos.
También prometí, Miguel, que cuando vuelvas al hogar encontrarás tu sillón preferido, junto a la lámpara, con tus pantuflas y los periódicos del día. Y sobre la mesita habrá una bandeja con tu whisky preferido, la hielera y el vaso más bello. Todo será un homenaje de bienvenida y para toda la vida.
No tendrás que preocuparte si olvidaste algunas cosas… Me dijo el médico que cuando vuelven en sí, algunos enfermos que han pasado por tu experiencia, olvidan detalles de la vida anterior. Allí voy a estar yo, para guiarte, para mostrarte las jaulas de los canarios que ahora sienten tu ausencia y que cantarán al verte. Te llevaré al dormitorio y voy a contarte, como si no lo supieras, que pintamos las paredes de color celeste y unas nubecita blancas, porque creíamos estar en el cielo. Y voy a cocinar tu plato preferido: vorí-vorí de gallina casera.
Y cuando en plena noche me digas que vas a salir un rato, yo responderé, tranquila, sin alterarme: “No olvides tus llaves”.
Me hiciste muy feliz, Miguel, mi nombre en tu boca, como tanto tiempo atrás, pidiéndome en matrimonio; fueron pocas horas pero valieron la pena. Al amanecer, apenas despuntaba la mañanita, al volver de tomar una ducha, no te encontré en el cuarto. Corrí a preguntar adónde te habían llevado y tuve que insistir mucho para saber que habías pasado a terapia intensiva. El médico te había encontrado ya en coma. Ahora estoy afuera de esa sala tenebrosa donde sólo dejan entrar a los parientes no más que unos minutos. ¿Ahora entendés por qué te escribo…?
No podés faltar a tu promesa, estamos comprometidos; te perdonaría todo, menos que me abandones para marcharte a un lugar donde no podría seguirte… ¡Curate, Miguel!
Te quiero,
Belén
HASTA NUNCA, PABLO
La Chascona, 15 de agosto de 1956
Pablo, no se porqué te escribo. Tal vez lo esté haciendo por que quiero decirte que no estoy arrepentida de mi “mala acción” y no lo estoy porque lo nuestro necesitaba una definición. Hace ya cinco años que espero salir a la luz, odio las sombras, la oscuridad, lo subterráneo, lo oculto y, finalmente, lo hipócrita. Y si vos y Delia se trataban con respeto, es porque los dos son unos tremendos hipócritas. Ella sabe, siempre lo supo, y eligió no darse por enterada porque no quiere perderte. Una mujer que ama a su hombre sabe siempre cuando lo está perdiendo.
No entiendo mi amado Pablo – el amor no sale del corazón de un momento a otro y más un amor como el que te tengo, por eso te digo amado- porque no me llevas a tu lado, a pleno sol, gritando que soy la mujer de tu vida. No entiendo porque, siendo un poeta revolucionario, cómo, en materia de sentimientos, tienes tan poco valor. Dentro de poco voy a jubilarme en mi papel de amante, de musa escondida, sin derecho a hablar ni a llamarte querido cuando nos vemos en esos lugares donde la gente que nos rodea disimula como nosotros.
Me va a costar muchos sufrimientos arrancarte de mi vida, pero estoy decidida. Me voy Pablo, parto para no verte más, para olvidarte mejor, para no correr el riesgo de encontrarte en alguna calle, en algún parque. Todavía soy joven y puede que la herida cicatrice y quede presta para volver a enamorarme. Así como vos.
Dejo la casa que me pusiste tal cual como la encontré, no llevo nada que no sea mío, se que adorás tus juguetes y tus colecciones. Anoche, cuando no viniste quise estrellar uno de tus venerados botellones contra la pared, pero me contuve. Lo pensé mejor y me senté a meditar en ese banco largo que mira al cerro. Ah, Pablo, me matas.
No quiero que me recuerdes con ira, tengo la ilusión de que un alma noble como la tuya será incapaz de guardar rencor. Si fui capaz de hacer lo que hice fue por que, de pronto, me sentí igual a una muñeca, inmóvil, bella, inútil. Tuve la sensación de que yo, como esos juguetes que coleccionas, me había convertido en un adorno más en tu vida, un trozo de belleza y gracia sin vida, un objeto que tomas cuando se te antoja y luego olvidas. Me sentí desechada, Pablo y, de pronto, supe que Delia, había ganado. Yo, como tantas veces lo dijiste, soy la pasión, el huracán en tu vida, soy la locura que todo lo desbarata y saca de madre. Pensé ¡ilusa de mí!, que era ganadora, que los placeres de la vida sencilla y ordenada como el cauce de un arroyo artificial, ya te habían aburrido.
¡Qué equivocada estuve! La rutina pudo más.
Quizás deba alegrarme, si me hubieras elegido a mi, en este momento sería yo la institución y otra vendría a sacudirme esta verdad que yo he gritado a Delia. Prefiero no llegar a ese estado, hago bien en alejarme de un hombre inmaduro. Aunque llore sangre, voy a olvidarte.
Anoche, cuando vi por televisión que partirías a tu nuevo destino como embajador acompañado por Delia, caí en la cuenta de que me habías mentido una vez más. No viniste a verme porque, aplicando tus tácticas, dejarías que se me pasara la furia para convencerme de que yo haría el viaje de manera clandestina y que nos encontraríamos allá. Que pena Pablo, terminar así un amor que fue el mejor de mi vida. Se que he causado un disgusto muy grande en la tuya, que la revelación ha sido un maremoto en tu apacible lago matrimonial. Ese es tu castigo, cada segundo de sufrimiento por cada instante que pasamos juntos.
Mañana no me encontrarás aquí, me marcho hoy mismo. Esta carta te la entregará Lucio, nuestro cómplice.
Gracias por los bellos momentos, gracias por todas las veces que me hiciste sentir la única, gracias por el mar misterioso que me ayudaste a descubrir, gracias por haberme enseñado a gozar de la vida en cada momento, gracias por darme la oportunidad de haber sido una mujer plena, gracias por los poemas, por las niñerías, por las travesuras. ¡Gracias por haberte conocido, amor!
Ya comienzo a perdonarte.
Tuya, Matilde.
LOS PODERES DEL AMOR
Villajoyosa, 7 de marzo de 1927
Amado Julián, no soporto más la espera. Los días y las horas se me hacen eternos y la cólera de mi padre me impide ser feliz plenamente. Esta carta te llegará a través de Élida, mi prima, que como devota viuda tiene la libertad de salir y de entrar a todas horas. Ella la franqueará y tú debes responderme a la dirección del herrero: Calle de las Rosas Nº 7, el nombre de él es Pedro Segura. Élida y él, en fin, parece que llevan tiempo entendiéndose y yo solía ayudarla a mentir un poquito cuando mi padre desconfiaba. Ya ves que cuando se trata de amor la complicidad es fácil e inevitable.
He sufrido mucho en estos días y partir al Paraguay me parece la salvación, el fin de mi infortunio y el inicio de un camino hacia la felicidad. No tengo idea de cómo es tu país y creo que el viaje me parecerá cortísimo por la ansiedad que tengo para llegar y para refugiarme entre tus brazos. Te estoy escribiendo en plena noche, el mar de Villajoyosa ruge porque él también sabe que deberé surcarlo e irme para siempre de mi patria. Una palmatoria debajo de las sábanas me ayuda a ver las letras y no te preocupes si escribo algo mal, es por la situación. Mi padre se acostó hace tiempo pero no escucho los tonantes ronquidos que suenan cuando duerme y por eso me protejo, en cualquier momento puede entrar a este cuarto donde me tiene aislada de la familia prohibiéndome hablar con mis hermanitos menores. A ellos también les ha impedido acercarse a mi, les ha dicho – lo escuché yo misma – que estoy enferma y que mi mal es contagioso. No ha mentido porque el amor se contagia ¡por suerte!, pero los extraño y cuando salga de esta casa llevaré el recuerdo de Jesús, de Anselmo y de Marina grabado en mi corazón y en mi memoria para no olvidarlos nunca.