La ladrona de libros
Markus Zusak
Traducción de
Laura Martín de Dios
Lumen
narrativa
Esta obra ha sido publicada con la ayuda del Australia Council, organismo consultivo y de
promoción de las artes del gobierno australiano.
Título original: The Book Thief
Primera edición: septiembre de 2007
© 2005, Markus Zusak
© 2007, de la presente edición en castellano para todo el mundo: Random House Mondadori, S. A.
Travessera de Gracia, 47‐49. 08021 Barcelona
© 2007, Laura Martín de Dios, por la traducción
© 2005, Trudy White, por las ilustraciones
Printed in Spain ‐ Impreso en España
ISBN: 978‐84‐264‐1621‐6
Depósito legal B. 28.569‐2007
Compuesto en Fotocomposición 2000, S. A. Impreso en SIAGSA
Ramón Casas, 2. Badalona (Barcelona)
Encuadernado en Artesanía Gráfica
H 4 1 6 2 1 6
Para Elisabeth y Helmut Zusak, con amor y admiración.
PRÓLOGO
Una montaña de escombros
Donde nuestra narradora se presenta a sí misma.
La muerte y tú
Primero los colores. Luego los humanos.
Así es como acostumbro a ver las cosas. O, al menos, así intento verlas.
UN PEQUEÑO DETALLE
Morirás.
Sinceramente, me esfuerzo por tratar el tema con tranquilidad, pero a casi todo el mundo le cuesta creerme, por más que yo proteste. Por favor, confía en mí. De verdad, puedo ser alegre. Amable, agradable, afable… Y eso sólo son las palabras que empiezan por «a». Pero no me pidas que sea simpática, la simpatía no va conmigo.
RESPUESTA AL DETALLE
ANTERIORMENTE MENCIONADO
¿Te preocupa? Insisto: no tengas miedo.
Si algo me distingue es que soy justa.
Por supuesto, una introducción. Un comienzo.
¿Qué habrá sido de mis modales?
Podría presentarme como es debido pero, la verdad, no es necesario. Pronto me conocerás bien, todo depende de una compleja combinación de variables. Por ahora baste con decir que, tarde o temprano, apareceré ante ti con la mayor cordialidad. Tomaré tu alma en mis manos, un color se posará sobre mi hombro y te llevaré conmigo con suma delicadeza.
Cuando llegue el momento te encontraré tumbado (pocas veces encuentro a
la gente de pie) y tendrás el cuerpo rígido. Esto tal vez te sorprenda: un grito dejará su rastro en el aire. Después, sólo oiré mi propia respiración, y el olor, y mis pasos.
Casi siempre consigo salir ilesa.
Encuentro un color, aspiro el cielo. Me ayuda a relajarme.
A veces, sin embargo, no es tan fácil, y me veo arrastrada hacia los supervivientes, que siempre se llevan la peor parte. Los observo mientras andan tropezando en la nueva situación, la desesperación y la sorpresa. Sus corazones están heridos, sus pulmones dañados.
Lo que a su vez me lleva al tema del que estoy hablándote esta noche, o esta tarde, a la hora o el color que sea. Es la historia de uno de esos perpetuos supervivientes, una chica menuda que sabía muy bien qué significa la palabra abandono.
Junto a las vías del tren
Vi a la ladrona de libros en tres ocasiones.
Lo primero que apareció fue algo blanco. Un blanco cegador.
Probablemente estarás pensando que el blanco en realidad no es un color y toda esa clase de tonterías. Pues yo te digo que lo es. El blanco es sin duda un color y, personalmente, no creo que te convenga discutir conmigo.
UN ANUNCIO RECONFORTANTE Por favor, a pesar de las amenazas anteriores, conserva la calma.
Sólo soy una fanfarrona.
No soy violenta.
No soy perversa.
Soy lo que tiene que ser.
Sí, era blanco.
Daba la impresión de que todo el planeta se había vestido de nieve, que se la hubiera puesto como tú te pones un jersey. Las pisadas junto a las vías del tren se hundían hasta la rodilla. Los árboles estaban cubiertos con mantos de hielo.
Como debes de imaginar, alguien había muerto.
No podían dejarlo tirado en el suelo. Por el momento no era un gran problema, pero la vía pronto quedaría despejada y el tren tenía que continuar la marcha.
Había dos guardias.
Había una madre con su hija. Un cadáver.
La madre, la niña y el cadáver estaban quietos y en silencio.
—¿Y qué quieres que haga?
Uno de los guardias era alto y el otro bajo. El alto siempre hablaba primero,
aunque no era el jefe. Miró al bajo y rechoncho, de cara rubicunda.
—No podemos dejarlos así, ¿no crees? —respondió. El alto estaba perdiendo la paciencia.
—¿Por qué no?
El más bajito estuvo a punto de estallar.
—Spinnst du?! ¡¿Eres tonto o qué?! —gritó a la altura de la barbilla del alto. La repugnancia le inflaba las mejillas, la piel se le tensaba—. Vamos —ordenó, avanzando con dificultad por la nieve—. Si hace falta, cargamos a los tres. Ya informaremos en la siguiente parada.
En cuanto a mí, ya había cometido el más elemental de los errores. No encuentro palabras para describir cuánto me enfadé conmigo misma. Hasta ese momento lo había hecho todo bien. Había estudiado el cielo cegador, blanco como la nieve, al otro lado de la ventanilla del tren en movimiento. Prácticamente lo había inhalado, pero aun así vacilé, me dejé doblegar: la niña llamó mi atención. La curiosidad pudo conmigo y, resignada, me quedé el tiempo que me permitió mi apretada agenda, y observé.
Veintitrés minutos después, cuando el tren ya se había detenido, bajé con ellos.
Llevaba en brazos una pequeña alma.
Me quedé un poco apartada, a la derecha.
El eficiente dúo de los guardias se volvió hacia la madre, la niña y el pequeño cadáver. Recuerdo con claridad que ese día podía oír mi respiración, alta y fuerte. Me sorprende que los guardias no advirtieran mi presencia al pasar a su lado. El mundo se estaba hundiendo bajo el peso de la nieve.
La pálida y famélica niña estaba a unos diez metros a mi izquierda, aterida.
Le castañeteaban los dientes.
Tenía los brazos cruzados y congelados.
Las lágrimas se habían helado sobre el rostro de la ladrona de libros.
El eclipse
Era el momento de mayor oscuridad antes del alba.
Esta vez yo había ido por un hombre de unos veinticuatro años. En cierto modo, fue hermoso. El avión todavía tosía. El humo se le escapaba por los pulmones.
Se abrieron tres grandes zanjas en el suelo al estrellarse. Las alas se convirtieron en brazos amputados. Se acabó el revoloteo, al menos para ese pajarillo metálico.
OTROS PEQUEÑOS DETALLES
A veces llego demasiado pronto,
me adelanto.
Y hay gente que se aferra a la vida más de lo esperado.
Al cabo de unos pocos minutos, el humo se extinguió.
Primero llegó un niño con respiración agitada y lo que parecía una caja de herramientas. Turbado, se acercó a la cabina y miró en el interior, para ver si el piloto seguía vivo; en ese momento así era. La ladrona de libros llegó unos treinta segundos después.
Habían pasado los años, pero la reconocí. Estaba jadeando.
El niño sacó un oso de peluche de la caja de herramientas, metió la mano en la cabina a través del cristal hecho añicos y lo dejó sobre el pecho del piloto. El osito sonriente se acurrucó entre el amasijo de carne y sangre. Minutos después probé suerte. Le había llegado la hora.
Entré, liberé su alma y me la llevé con delicadeza.
Allí sólo quedó el cuerpo, un olor a humo cada vez más leve y el sonriente
oso de peluche.
Cuando empezó a llegar la gente, todo había cambiado, por supuesto. El
horizonte empezaba a dibujarse al carboncillo. Apenas quedaba un suspiro de la oscuridad de antes, que se difuminaba con rapidez.
Ahora el hombre tenía un color hueso. La piel parecía un esqueleto. Un
uniforme arrugado. Tenía los ojos castaños, la mirada fría —como dos manchas de café—, y el último trazo de negro dibujó una forma extraña y a la vez familiar: una firma.
La gente hizo lo que suele hacer.
A medida que me abría paso entre la multitud veía a todo el mundo
jugueteando con el silencio imperante: un pequeño revoltijo de gestos descoordinados y frases apagadas mientras daban una tímida y callada media vuelta.
Cuando volví la vista atrás hacia el avión, el piloto, boquiabierto, parecía sonreír.
Un último chiste morboso.
Otro remate final típico de los humanos.
Permaneció amortajado en su uniforme mientras la luz grisácea desafiaba al cielo. Al igual que en otras ocasiones, cuando empecé a alejarme, me pareció ver una sombra fugaz, los últimos momentos de un eclipse: la constatación de la partida de una nueva alma.
¿Sabes?, durante un breve instante, a pesar de todos los colores que se cruzan y se enfrentan con lo que veo en este mundo, suelo atisbar un eclipse cuando muere un humano.
He visto millones.
He visto más eclipses de los que quisiera recordar.
La bandera
La última ocasión en que la vi todo era rojo. El cielo parecía un caldo hirviendo, en plena agitación, un poco requemado. Algunos tropezones negros y salpicaduras de pimienta flotaban sobre el rojo.
Un poco antes, unas niñas habían estado jugando allí a la rayuela, en esa calle que parecía una página con manchas de aceite. Cuando llegué, todavía se oía el eco de sus voces. Los pies repicando contra la calzada, las carcajadas infantiles y las sonrisas de sal. Aunque se desvanecían a gran velocidad.
Luego, las bombas.
Esta vez, todo llegó tarde.
Las sirenas. Los gritos alborotados de la radio. Todo demasiado tarde.
En cuestión de pocos minutos, había montañas de cemento y tierra por todas partes. Las calles se abrieron como venas reventadas. La sangre corrió hasta que se secó en el suelo, donde quedaron pegados los cuerpos inmóviles, como los escombros tras una inundación.
Pegados al suelo hasta el último de ellos. Un mar de almas.
¿Fue el destino?
¿La mala suerte?
¿Eso los dejó pegados al suelo? Por supuesto que no.
No seamos estúpidos.
Seguramente las bombas, arrojadas por humanos escondidos entre las nubes, tuvieron algo que ver.
Sí, el cielo era de un rojo abrumador, ardiente. La pequeña ciudad alemana había quedado dividida en dos otra vez. Los copos de ceniza caían con tal encanto que uno se sentía tentado de atraparlos con la lengua y saborearlos. Pero te habrían quemado los labios y escaldado la boca.
Lo recuerdo con toda claridad.
Estaba a punto de irme cuando la vi allí, arrodillada.
A su alrededor, se había escrito, proyectado y erigido una montaña de escombros. Se aferraba a un libro.
Por encima de todo, la ladrona de libros ansiaba volver al sótano a escribir o a leer su historia una vez más. Ahora que lo pienso, sin duda se le veía en la cara. Se moría de ganas de reencontrar esa seguridad, ese hogar, pero era incapaz de moverse. Además, el sótano ya no existía. Era parte del paisaje devastado.
Por favor, insisto, créeme.
Tuve ganas de detenerme y agacharme a su lado. Tuve ganas de decirle: «Lo siento, pequeña».
Pero no está permitido.
No me agaché. No dije nada.
Me quedé mirándola un rato y, cuando se movió, la seguí.
Soltó el libro. Se arrodilló.
La ladrona de libros se puso a gritar.
Cuando empezó la limpieza, su libro recibió varias pisotadas y, aunque sólo tenían orden de despejar el cemento de las calles, el objeto más preciado de la niña también acabó en el camión de la basura. Entonces me vi obligada a reaccionar. Subí al vehículo y lo cogí, sin ser consciente de que me lo quedaría y lo estudiaría miles de veces a lo largo de los años. Buscaría los lugares en que nuestros caminos se habían cruzado y me maravillaría todo lo que la niña había visto y cómo había conseguido sobrevivir. Es lo único que puedo hacer: descubrir que ese relato se ajusta al resto de lo que presencié en esa época.
Cuando la recuerdo, veo una larga lista de colores, aunque hay tres que resuenan en mi memoria por encima de todos los demás:
KLOS COLORESJ
ROJO: BLANCO: NEGRO:
Unos se abalanzan sobre los otros. La rúbrica negra garabateada sobre el
cegador blanco que todo lo ocupa, apoyado en el espeso y meloso rojo.
Vi a la ladrona de libros en tres ocasiones.
Sí, la recuerdo a menudo y conservo su historia en uno de mis múltiples
bolsillos para contarla una y otra vez. Es una más de la pequeña legión que llevo conmigo, cada una de ellas extraordinarias a su modo. Todas son un intento, un extraordinario intento de demostrarme que vosotros, y la existencia humana, valéis la pena.
Aquí está. Una más entre tantas.
La ladrona de libros.
Si te apetece, ven conmigo. Te contaré una historia. Te mostraré algo.
PRIMERA PARTE
Manual del sepulturero
Presenta:
Himmelstrasse — el arte de ser una saumensch — una mujer con puño de hierro
— un beso frustrado —Jesse Owens — papel de lija — el aroma de la amistad
— una campeona de peso pesado — y la madre de todos los watschens
Llegada a Himmelstrasse
La última vez. Ese cielo rojo…
¿Qué hace una ladrona de libros para acabar de rodillas y dando alaridos en medio de una montaña de escombros, absurdos, grasientos, calcinados, levantados por el hombre?
Todo comenzó con la nieve. Años atrás.
Había llegado la hora. La hora de alguien.
UN MOMENTO TERRIBLEMENTE
TRÁGICO
Un tren avanzaba a toda máquina.
Estaba atestado de humanos.
Un niño de seis años murió en el tercer vagón.
La ladrona de libros y su hermano se dirigían a Munich, donde los iba a acoger una familia. Pero ahora ya sabemos que el niño no llegó.
KCÓMO OCURRIÓJ Sufrió un violento ataque de tos. Un ataque casi «inspirado».
Y poco después, nada.
Cuando la tos se apagó, no quedaba más que la vacuidad de la vida arrastrando los pies para seguir su camino, o dando un tirón casi inaudible. De repente, una exhalación se abrió paso hasta sus labios, que eran de color marrón corroído y se pelaban como la pintura vieja. Necesitaban urgentemente una nueva mano.
La madre dormía.
Subí al tren.
Fui esquivando los cuerpos por el pasillo abarrotado y en un instante la
palma de mi mano estaba ya sobre su boca.
Nadie se dio cuenta.
El tren seguía la marcha. Excepto la niña.
Con un ojo abierto y el otro todavía soñando, la ladrona de libros — también conocida como Liesel Meminger— entendió que su hermano pequeño, Werner, había muerto.
El niño tenía los ojos azules clavados en el suelo. No veía nada.
Antes de despertarse, la ladrona de libros estaba soñando con el Führer, Adolf Hitler. En el sueño, la niña había acudido a uno de sus mítines y estaba concentrada en la raya del pelo de color mortecino y en el perfecto bigote cuadrado. Escuchaba con atención el torrente de palabras que irrumpían de su boca. Las frases brillaban. En un momento de menos bullicio, se agachó y le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa y dijo: Guten Tag, Herr Führer. Wie gehtʹs dir heut? No sabía hablar muy bien, ni siquiera leer, pues había ido poco al colegio. Descubriría la razón de eso a su debido tiempo.
En el justo momento en que el Führer estaba a punto de responder, se despertó.
Era enero de 1939. Tenía nueve años y pronto cumpliría diez. Su hermano estaba muerto.
Un ojo abierto.
El otro soñando.
Habría sido mejor que hubiera podido acabar el sueño, pero no poseo
control alguno sobre los sueños.
El segundo ojo se despertó de golpe y me vio, no hay duda. Fue justo cuando me arrodillé y arrebaté el alma a su hermano, mientras la sostenía, exangüe, entre mis brazos hinchados. Poco después entró en calor, pero en el momento de cogerlo el espíritu del crío estaba blando y frío, como un helado. Empezó a derretirse en mis manos, aunque luego recobró el calor. Se estaba recuperando.
En cuanto a Liesel Meminger, tuvo que hacer frente a la rigidez de sus movimientos y a la embestida de sus pensamientos desconcertados. Es stimmt nicht. No está pasando. No puede estar pasando.
Y el temblor.
¿Por qué siempre se ponen a temblar?
Sí, ya sé, ya sé, supongo que tiene que ver con el instinto, para detener la
irrupción de la verdad. En esos momentos, su corazón parecía escurrirse, estaba acalorado y latía muy fuerte, muy, muy fuerte.
Me quedé mirando como una imbécil.
Lo siguiente: la madre.
La niña la despertó con el mismo temblor angustiado.
Si no te lo puedes imaginar piensa en un silencio extraño. Piensa en retazos de desesperación flotando por todas partes, inundando un tren.
Había nevado mucho y el tren a Munich se había detenido a causa de los desperfectos en la vía. Una mujer lloraba desconsolada. Una niña aturdida estaba a su lado.
La madre abrió la puerta, presa del pánico.
Saltó a la nieve, con el pequeño cuerpo en los brazos.
¿Qué iba a hacer la niña sino seguirla?
También bajaron del tren dos guardias. Analizaron la situación y discutieron qué hacer. Un momento embarazoso, cuando menos. Al final decidieron que lo mejor sería llevarlos hasta el siguiente pueblo y dejarlos allí.
Ahora el tren avanzaba a trompicones por un terreno cubierto de nieve. Se tambaleó y después frenó.
Bajaron al andén, la madre llevaba el cadáver en brazos.
Allí se quedaron.
El niño pesaba cada vez más.
Liesel no sabía dónde estaba. Todo era blanco, y durante el tiempo que estuvieron en la estación sólo podía ver las letras descoloridas del letrero que había delante de ella. En ese pueblo que para Liesel no tenía nombre, dos días después enterraron a su hermano Werner. Al funeral acudieron un sacerdote y dos sepultureros temblando de frío.
KUNA OBSERVACIÓNJ
Una pareja de guardias.
Un par de sepultureros.
A la hora de la verdad, uno dio las órdenes.
El otro obedeció.
La cuestión es: ¿qué pasa cuando el otro es más de uno?
Errores, errores, a veces parece que no hago más que cometer errores.
Durante ese par de días me dediqué a mis cosas. Viajé por todo el mundo
como siempre, acompañando las almas hasta la cinta transportadora de la eternidad. Las observaba avanzar poco a poco, sin oponer resistencia. Varías veces me dije que debía mantenerme a distancia del entierro del hermano de Liesel Meminger, pero no seguí mi propio consejo.
Mientras me acercaba, a kilómetros de distancia ya podía ver al pequeño grupo de humanos tiritando en el páramo nevado. El cementerio me dio la bienvenida como a un amigo y poco después me reuní con ellos. Los saludé con una inclinación de cabeza.
A la izquierda de Liesel, los sepultureros se frotaban las manos y se quejaban de la nieve y las condiciones en que tenían que trabajar. «Es duro cavar en el hielo», y expresiones por el estilo. Uno de ellos no tendría más de catorce años. Un aprendiz. Cuando se iba, al cabo de unos cuantos pasos, se le cayó un libro negro del bolsillo del abrigo sin que se diera cuenta.
Unos minutos después, la madre de Liesel también se marchó, acompañada del sacerdote, al que dio las gracias por la ceremonia.
La niña, en cambio, se quedó.
Sus rodillas se hundieron en el suelo. Había llegado su momento.
Todavía sin creérselo empezó a cavar. No podía estar muerto. No podía estar muerto. No podía…
En cuestión de segundos, la nieve le había cortado las manos.
La sangre helada se agrietaba manchándole la piel.
No se dio cuenta de que su madre había vuelto a buscarla, hasta que sintió su mano esquelética sobre el hombro. Se la llevó a rastras. Un grito cálido inundó su garganta.
UNA PEQUEÑA IMAGEN
TAL VEZ A UNOS VEINTE METROS
Cuando dejó de arrastrarla, la madre y la niña se detuvieron a respirar.
Había algo negro y rectangular incrustado en la nieve. Sólo la niña lo vio.
Se agachó, lo recogió y lo sostuvo con firmeza.
El libro tenía impresas unas letras plateadas.
Se cogieron de la mano.
Tras un adiós definitivo empapado de agua, dieron media vuelta y abandonaron el cementerio, aunque volvieron la vista atrás varias veces.
En cuanto a mí, me quedé un poco más.
Les dije adiós.
Nadie me devolvió el saludo.
Madre e hija se alejaron del cementerio y se dirigieron hacia la estación para tomar el siguiente tren a Munich.
Ambas estaban pálidas y esqueléticas.
Ambas tenían llagas en los labios.
Liesel lo vio al mirarse en la ventanilla sucia y empañada del tren, cuando subieron poco antes del mediodía. Tal y como escribió la propia ladrona de libros, el viaje continuó como si «todo» hubiera pasado.
Cuando el tren se detuvo en la Bahnhof de Munich, los pasajeros se desparramaron como si se hubieran soltado al romperse un paquete. Había gente de toda clase y condición, pero los más fáciles de reconocer eran los pobres. Los necesitados intentan no detenerse nunca, como si ir de aquí para allá fuera a ayudarles. Ignoran que una nueva versión del problema de siempre les aguarda al final del viaje: ese pariente al que da vergüenza besar.
Creo que su madre lo sabía muy bien. No iba a entregar sus hijos a los altos
estamentos de Munich, sino a un hogar de acogida que según parecía habían encontrado. Por lo menos, la nueva familia los alimentaría un poco mejor y los educaría como era debido.
El niño.
Liesel estaba convencida de que su madre llevaba a cuestas el recuerdo de
su hermano. Lo dejó caer al suelo. Vio cómo los pies, las piernas y el cuerpo del niño se estampaban contra el andén.
¿Cómo podía andar esa mujer?
¿Cómo podía moverse?
Es el tipo de cosas que nunca sabré o llegaré a comprender: de qué son capaces los humanos.
La mujer lo recogió y siguió caminando con la niña a su lado.
Se cruzaron con las autoridades, y las preguntas sobre la demora y el niño les obligaron a levantar sus vulnerables cabezas. Liesel se quedó en un rincón de la pequeña y polvorienta oficina mientras su madre, sentada en una silla muy dura, se aferraba a sus pensamientos.
Llegó el caos de la despedida.
Fue un adiós bañado en lágrimas, la cabeza de la niña escondida en los bajos gastados del abrigo de lana de su madre. Otra vez tuvieron que arrastrarla.
Más allá de las afueras de Munich, había una pequeña ciudad llamada
Molching. Allí la llevaban, a un lugar llamado Himmelstrasse.
UNA TRADUCCIÓN
Himmel = Cielo
Quien fuera que bautizó la calle, sin duda poseía un gran sentido del humor. No es que fuera el infierno, no, pero desde luego no era el cielo.
Pese a todo, los padres de acogida de Liesel estaban esperando. Los Hubermann.
Esperaban a un niño y una niña, por cuya manutención recibirían una pequeña mensualidad. Nadie quería decirle a Rosa Hubermann que el niño no había sobrevivido al viaje. En realidad, nadie quería decirle nunca nada a Rosa. En lo que se refiere al temperamento, el suyo no era precisamente envidiable, si bien tenía un buen expediente en cuanto a niños acogidos en el pasado. Por lo visto, había enderezado a unos cuantos.
Liesel viajó en coche.
Nunca había subido a un coche.
Se le revolvió el estómago durante todo el viaje y mantuvo la fútil esperanza de que se perdieran o cambiaran de opinión. No podía evitar imaginarse a su madre una y otra vez, en la Bahnhof, esperando el nuevo viaje. Temblando. Enfundada en ese abrigo inútil. Debía de estar mordiéndose las uñas mientras llegaba el tren, en el andén largo e inhóspito, una rebanada de cemento frío. Ya en el viaje de vuelta, ¿estaría atenta al aproximarse al lugar donde estaba enterrado su hijo? ¿O sería el sueño demasiado pesado?
El coche seguía su camino mientras Liesel temía que llegara la última y funesta curva.
El día era gris, el color de Europa.
Una cortina de lluvia se cerraba sobre el coche.
—Ya casi estamos. —La señora del servicio de acogida, frau Heinrich, se volvió y sonrió—. Dein neues Heim. Tu nuevo hogar.
Liesel dibujó una circunferencia en el cristal empañado y miró fuera.
PANORÁMICA DE
HIMMELSTRASSE
Los edificios parecían soldados unos a otros, casitas y bloques de pisos de apariencia nerviosa.
Había nieve sucia en el suelo como si fuera una alfombra.
Había cemento, árboles parecidos a percheros vacíos
y un aire gris.
En el coche también iba un hombre que se quedó con la niña mientras frau
Heinrich desapareció en el interior. No hablaba. Liesel supuso que estaba allí para asegurarse de que no echaría a correr o para obligarla a entrar si les causaba algún problema. No obstante, más tarde, cuando llegó el problema, se limitó a quedarse sentado y mirar. Tal vez él sólo era el último recurso, la solución definitiva.
Al cabo de unos minutos, salió un hombre muy alto: Hans Hubermann, el padre de acogida de Liesel. A un lado estaba frau Heinrich, de estatura media, y al otro la figura retacona de Rosa Hubermann, que parecía un pequeño armario con un abrigo echado encima. Tenía andares de pato y hubiera podido decirse que era guapa si no fuera por la cara, como de cartón arrugado, y por la expresión de fastidio que parecía expresar que todo aquello rozaba el límite de lo tolerable. Su marido andaba derecho, con un cigarrillo consumiéndose entre los dedos. Los liaba él mismo.
El problema: Liesel no quería bajar del coche.
—Was ist los mit dem Kind? —preguntó Rosa Hubermann y volvió a repetir—: ¿Qué le pasa a esa niña? —Asomó la cabeza por la puerta del coche—. Na, komm. Komm.
Desplazó el asiento delantero y un pasillo de luz fría la invitó a salir, pero ella siguió sin moverse.
Fuera, a través de la circunferencia que había dibujado en el cristal, Liesel vio los dedos del hombre alto que sostenían el cigarrillo. La ceniza caía de una sacudida y daba muchas vueltas antes de llegar al suelo. Fueron necesarios casi quince minutos para convencerla de que saliera del coche. Sólo lo consiguió el hombre alto.
Con calma.
Después se aferró con fuerza a la puerta de la verja.
Las lágrimas acudieron en tropel a sus ojos tropezando unas con otras, mientras seguía agarrada a la puerta y se negaba a entrar. La gente empezó a formar corrillos en la calle hasta que Rosa Hubermann comenzó a proferir insultos y todo el mundo se volvió por el mismo camino por donde habían venido.
TRADUCCIÓN DEL COMUNICADO
DE ROSA HUBERMANN
¿Qué estáis mirando, imbéciles?
Al final, Liesel Meminger se avino a entrar, con cautela. Hans Hubermann
le dio una mano. Llevaba la maletita en la otra. En su interior, enterrado entre las capas de ropa doblada, había el pequeño libro negro que, por lo que sabemos, hacía horas que buscaba un sepulturero de catorce años en un pueblo sin nombre. «Se lo prometo —me lo imagino diciéndole a su jefe—. No tengo ni idea de lo que ha podido ocurrir. Lo he buscado por todas partes. ¡Por todas partes!» Estoy segura de que jamás habría sospechado de la niña y, sin embargo, ahí estaba, entre su ropa, un libro negro con letras plateadas:
MANUAL DEL SEPULTURERO
Doce pasos para ser un sepulturero de éxito.
Publicado por la Asociación de Cementerios de Baviera.
La ladrona de libros había dado su primer golpe: sería el comienzo de una ilustre carrera.
Convertirse en una «Saumensch»
Sí, una ilustre carrera.
Sin embargo, debo reconocer que hubo un considerable paréntesis entre el robo del primer libro y el segundo. También hay que tener en cuenta que el primero lo robó a la nieve y el segundo a las llamas, sin olvidar que otros no los robó, sino que se los dieron. En total tenía catorce libros, pero ella sostenía que la mayor parte de su historia estaba en una decena de ellos. De esos diez, robó seis, uno apareció en la mesa de la cocina, un judío escondido escribió dos para ella y el otro le fue entregado por un amable atardecer vestido de amarillo.
Cuando empezó a escribir su historia, se preguntó por el momento exacto en que los libros y las palabras no sólo comenzaron a tener algún significado, sino que lo significaban todo. ¿Fue al ver por primera vez una habitación llena de estanterías abarrotadas de libros? ¿O cuando Max Vandenburg llegó a Himmelstrasse con las manos repletas de sufrimiento y el Mein Kampf de Hitler?
¿Fue por leer en los refugios antiaéreos o quizá por la última procesión hacia Dachau? ¿Fue El árbol de las palabras? Tal vez nunca pueda precisarse con exactitud cuándo y dónde ocurrió pero, en cualquier caso, estoy anticipándome a los acontecimientos. Por ahora, debemos repasar los inicios de Liesel Meminger en Himmelstrasse y el arte de ser una Saumensch.
A su llegada, todavía se apreciaban las marcas de los mordiscos de la nieve en las manos y la sangre helada en los dedos. Toda ella era pura desnutrición: pantorrillas de alambre, brazos de perchero. No fue fácil arrancarle una sonrisa, pero cuando lo consiguieron vieron la de una muerta de hambre.
Tenía el pelo rubio, al estilo alemán, pero sus ojos eran sospechosos: castaño oscuro. En Alemania, en esa época, no os habría gustado tener los ojos castaños. Tal vez los había heredado de su padre, aunque nunca lo sabría porque no lo recordaba. En realidad, sólo sabía una cosa sobre su padre: una palabra que no comprendía.
UNA PALABRA RARA
Kommunist
Liesel la había oído muchas veces en los últimos años.
«Comunista.»
Conocía pensiones atestadas, habitaciones repletas de preguntas… y esa palabra. Esa extraña palabra siempre estaba ahí, en alguna parte, en un rincón, al acecho, vigilando desde la oscuridad. Llevaba traje, uniforme. No importaba adónde fueran, allí estaba cada vez que su padre salía a colación. Podía olerla y saborearla en el paladar. No sabía cómo se escribía ni la comprendía. Cuando le preguntó a su madre el significado, le respondió que no tenía importancia, no debía preocuparse por esas cosas. En una de las pensiones había una mujer que intentó enseñar a escribir a los niños dibujando con un trozo de carbón sobre la pared. Liesel estuvo tentada de preguntarle el significado, pero nunca encontró el momento. Un día se la llevaron para hacerle unas preguntas. No regresó jamás.
Cuando Liesel llegó a Molching tuvo al menos la sensación de estar a salvo, pero eso no era ningún consuelo. Si su madre la quería, ¿por qué la había abandonado en la puerta de unos desconocidos? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué?
A pesar de que conocía la respuesta —aunque vagamente— no parecía
satisfacerla. Su madre siempre estaba enferma y el dinero nunca llegaba para que se curara por completo. Liesel lo sabía, pero eso no significaba que lo aceptara. No importaban las veces que le habían dicho que la querían, no reconocía ninguna prueba de ello en su abandono. Nada cambiaba el hecho de que era una criatura esquelética y perdida en un lugar nuevo y extraño, rodeada de gente extraña. Sola.
Los Hubermann vivían en una de las casitas con forma de caja de Himmelstrasse: unas habitaciones, una cocina y un baño exterior que compartían con los vecinos. La vivienda tenía el tejado plano y un sótano para almacenar cosas. Pero no tenía la «profundidad adecuada»; y aunque en 1939 eso todavía no representaba ningún problema, más tarde, en 1942 y 1943, sí lo fue. Cuando comenzaron los bombardeos aéreos, siempre tenían que salir corriendo en busca de un refugio más seguro.
Al principio, lo que más le impactó de la familia fue su procacidad verbal, sobre todo por la vehemencia y asiduidad con que se desataba. La última palabra siempre era Saumensch o bien Saukerl o Arschloch. Para los que no estén familiarizados con estas palabras, me explico: Sau, como todos sabemos, hace
referencia a los cerdos. Y Saumensch se utiliza para censurar o humillar a la
mujer. Saukerl (pronunciado tal cual) se utiliza para insultar al hombre. Arschloch podría traducirse por «imbécil», y no distingue entre el femenino y el masculino. Uno simplemente lo es.
—Saumensch, du dreckiges! —gritó la madre de acogida de Liesel la primera
noche, cuando la niña se negó a bañarse—. ¡Cochina marrana! Venga, fuera esa ropa.
Se le daba bien ponerse hecha una energúmena. De hecho, podría decirse que el rostro de Rosa Hubermann siempre estaba poseído por la furia. Por eso le habían salido tantas arrugas en la piel.
Liesel, por supuesto, estaba aterrorizada. No iban a conseguir meterla en
una bañera ni, llegado el caso, en una cama. Se acurrucó en un rincón del cuarto de baño que parecía un armario, en busca de unos brazos invisibles en los que apoyarse, pero sólo encontró pintura seca, dificultades para respirar y el aluvión de improperios de Rosa.
—Déjala en paz. —Hans Hubermann interrumpió la pelea. Su suave voz se abrió camino hasta ellas, como si se deslizara entre la multitud—. Déjame a mí.
Se acercó y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Las baldosas estaban frías y duras.
—¿Sabes liar cigarrillos? —preguntó, y estuvieron una hora sentados en la creciente oscuridad, jugando con el tabaco y el papel que Hans Hubermann se iba fumando.
Al cabo de una hora, Liesel sabía liar un cigarrillo bastante bien. Pero todavía no se había bañado.
ALGUNOS DATOS SOBRE
HANS HUBERMANN
Le gustaba fumar.
Lo que más le apetecía era liar los cigarrillos. Trabajaba de pintor y tocaba el acordeón. Les venía muy bien, sobre todo en invierno, porque sacaba un poco de dinero extra tocando en los bares de Molching, en el Knoller, por ejemplo. Ya me la había jugado en una guerra mundial, y luego, en la otra, a la que lo enviaron (a modo de recompensa cruel), no sé cómo, se me volvió a escapar.
Para la mayoría de la gente Hans Hubermann era casi invisible, una persona normal y corriente. Tenía grandes dotes como pintor y poseía un oído más fino que la mayoría. Pero estoy segura de que habrás conocido personas como él, con esa habilidad para mimetizarse con el fondo, hasta cuando son el
primero de la fila. Simplemente estaba allí. Pasaba inadvertido, no tenía
importancia ni valor.
Lo decepcionante de esa apariencia, como te imaginarás, era que, por así decirlo, inducía a un completo error. Si había algo que no podía ponerse en duda, era su valía, algo que a Liesel Meminger no se le pasó por alto. (Los niños… A veces son mucho más astutos que los atontados y pesados adultos.) Liesel lo vio de inmediato.
En su actitud.
En el aire reposado que lo envolvía.
Esa noche, cuando encendió la luz del diminuto y frío lavabo, Liesel se fijó en los asombrosos ojos de su nuevo padre. Estaban hechos de bondad… y de plata, de plata líquida, esponjosa. Al ver esos ojos Liesel comprendió que Hans Hubermann valía mucho.
ALGUNOS DATOS SOBRE
ROSA HUBERMANN
Medía un metro cincuenta y cinco, y llevaba su liso pelo castaño grisáceo recogido en un moño.
Para complementar los ingresos de los Hubermann, hacía la colada y planchaba para cinco de las casas más acomodadas de Molching,
Cocinaba de pena.
Poseía una habilidad única para irritar a casi todos sus conocidos.
Pero quería a Liesel Meminger.
Sólo que su forma de demostrarlo era un tanto extraña. Entre otras cosas, a menudo la agredía verbalmente y físicamente con una cuchara de madera.
Cuando Liesel por fin se bañó —después de dos semanas en
Himmelstrasse— Rosa le dio un abrazo enorme, de los que te envían al hospital.
—Saumensch, du dreckiges, ¡ya era hora! —la felicitó, a punto de asfixiarla. Al cabo de unos meses dejaron de ser el señor y la señora Hubermann.
—Escúchame bien, Liesel, de ahora en adelante me llamarás mamá — espetó Rosa, con su típico tono. Se quedó pensativa un instante—. ¿Cómo llamabas a tu madre?
—Auch Mama, también mamá —contestó Liesel en voz baja.
—Bueno, pues entonces yo seré la mamá número dos. —Miró a su marido—. Y a ese de ahí —daba la impresión de que tenía las palabras en la
mano, bien apelmazadas, para lanzarlas al otro lado de la mesa—, a ese Saukerl,
ese cerdo asqueroso, lo llamarás papá, verstehst? ¿Entendido?
—Sí —asintió Liesel sin demora.
En esa casa apreciaban las respuestas rápidas.
—Sí, mamá —la corrigió mamá—. Saumensch. Llámame mamá cuando me
hables.
En ese momento Hans Hubermann acababa de liarse un cigarrillo, después de haber humedecido el papel y haberlo pegado. Miró a Liesel y le guiñó un ojo. No le sería difícil llamarlo papá.
La mujer del puño de hierro
Los primeros meses fueron los más duros sin lugar a dudas. Liesel tenía pesadillas todas las noches.
El rostro de su hermano.
La mirada clavada en el suelo.
Se despertaba dando vueltas en la cama, chillando y ahogándose entre la marea de sábanas. En la otra punta de la habitación, la cama destinada a su hermano flotaba en la oscuridad como una barca. Poco a poco, a medida que recuperaba la conciencia, lo veía hundirse en el suelo. Esa visión no la ayudaba a calmarla precisamente y, por lo general, pasaba bastante tiempo antes de que dejara de gritar.
Tal vez lo único bueno de las pesadillas era que Hans Hubermann, su nuevo papá, aparecía en la habitación para tranquilizarla, para darle amor.
Acudía noche tras noche y se sentaba a su lado. Las dos primeras se limitó a quedarse allí, como un extraño para entretener la soledad. Al cabo de unas noches empezó a susurrarle: «Shhh, estoy aquí, no pasa nada». A las tres semanas, la calmaba entre sus brazos. La confianza fue calando a pasos agigantados, gracias a la gran dulzura del hombre, a su presencia incondicional. La niña supo desde el principio que Hans Hubermann siempre aparecería cuando ella gritara y que no se iría.
DEFINICIÓN NO ENCONTRADA
EN EL DICCIONARIO
No irse: acto de confianza y amor, a menudo descifrado
por los niños.
Hans Hubermann se sentaba en la cama, con ojos somnolientos, y Liesel lloraba sobre sus mangas y sentía su olor. Todas las noches, nunca antes de las dos, caía rendida de sueño acompañada de ese aroma: una mezcla de colillas aplastadas, décadas de pintura y piel humana. Primero lo aspiraba y después lo
inhalaba hasta que volvía a quedarse dormida. Todas las mañanas lo
encontraba a unos pocos pasos, desplomado en la silla, casi partido en dos. Nunca utilizaba la otra cama. Liesel saltaba de la suya, le besaba la mejilla con cautela y él se despertaba con una sonrisa.
Había días en que su padre le decía que volviera a la cama y esperara un momento, y entonces volvía con el acordeón y tocaba para ella. Liesel se sentaba y canturreaba, con los dedos de los pies encogidos por la emoción. Nunca habían tocado para ella. Liesel sonreía de oreja a oreja como una tonta, mirando con atención las líneas que se dibujaban en el rostro de Hans y el metal blando de sus ojos… hasta que llegaban los insultos desde la cocina.
—¡¿Quieres dejar de hacer ruido, Saukerl?!
Hans tocaba un ratito más.
Le guiñaba un ojo a Liesel y ella, con torpeza, le devolvía el guiño.
Otras veces, sólo para hacer rabiar a Rosa, llevaba el instrumento a la cocina y tocaba durante el desayuno.
El pan con mermelada de Hans se quedaba en el plato, serpenteado a mordiscos, mientras la música se reflejaba en la cara de Liesel. Sé que suena extraño, pero ella lo sentía así. La mano derecha del padre acariciaba las teclas de color hueso mientras la izquierda apretaba los botones. (A Liesel le gustaba sobre todo ver cómo apretaba el plateado, el animado: el do mayor.) La parte exterior del acordeón, que estaba rayada pero todavía era de un negro reluciente, iba y venía en un vaivén mientras los brazos estrujaban los polvorientos fuelles obligándolos a inhalar aire y soltarlo de nuevo. Esas mañanas en la cocina Hans daba vida al acordeón. Supongo que, pensándolo bien, tiene sentido.
¿Cómo se sabe si algo está vivo?
Comprobando si respira.
De hecho, el sonido del acordeón también pregonaba la seguridad, la luz del alba. Durante el día era imposible que soñara con su hermano. Lo echaba de menos y a menudo lloraba en el diminuto lavabo, tan bajito como podía, pero aun así se alegraba de estar despierta. La primera noche con los Hubermann, Liesel había escondido debajo del colchón lo último que la unía a él: el Manual del sepulturero. De vez en cuando lo sacaba y contemplaba las letras de la tapa y tocaba las que había impresas en el interior, aunque ignoraba por completo lo que decían. En realidad, no importaba de qué tratara el libro, lo importante era lo que significaba.
EL SIGNIFICADO DEL LIBRO
1. La última vez que vio a su hermano
2. La última vez que vio a su madre.
A veces susurraba la palabra «mamá» y veía el rostro de su madre cientos de veces en una sola tarde. Sin embargo, eso era un pequeño misterio en comparación con el terror que le infundían las pesadillas. En esas ocasiones, en la inmensidad del sueño, nunca se había sentido tan completamente sola.
Como estoy segura de que ya habrás advertido, no había más niños en la casa. Los Hubermann tenían dos hijos, pero eran mayores y ya se habían emancipado. Hans hijo trabajaba en el centro de Munich, y Trudy ejercía de criada y niñera. Pronto ambos intervendrían en la guerra. Una fabricando balas. El otro, disparándolas.
Como ya imaginarás, el colegio fue un estrepitoso fracaso.
Aunque era público, se adivinaba una fuerte influencia católica, y Liesel era
luterana. No era el más prometedor de los comienzos. Después descubrieron que no sabía ni leer ni escribir.
Se la desterró de manera humillante con los niños más pequeños, con los que empezaban a aprender el abecedario. Aunque Liesel era un pálido saco de huesos, se sentía gigantesca entre los párvulos, y a menudo deseaba palidecer hasta desaparecer por completo.
Ni siquiera en casa sabían cómo aconsejarla.
—No le pidas ayuda a ese —sentenció Rosa—. Menudo Saukerl. —Hans estaba mirando por la ventana, como tenía por costumbre—. Dejó el colegio en cuarto curso.
Sin volverse, Hans respondió con calma, aunque lanzando dardos
envenenados:
—Bueno, pues tampoco le preguntes a ella. —Se le cayó un poco de ceniza—. Lo dejó en tercero.
En la casa no había libros (aparte del que Liesel atesoraba en secreto debajo del colchón) y lo único que podía hacer era repasar el abecedario entre dientes antes de que le dijeran que se callara, en términos nada equívocos. A saber qué mascullaba. Hasta al cabo de un tiempo, cuando se produjo el incidente de la incontinencia nocturna en medio de una pesadilla, no empezaron las clases de lectura adicionales. Extraoficialmente se las llamó clases de medianoche, aunque solían comenzar cerca de las dos de la mañana. Pronto volveremos sobre el tema.
A mediados de febrero, al cumplir diez años, a Liesel le regalaron una
muñeca vieja de pelo rubio a la que le faltaba una pierna.
—No hemos podido hacer más —se disculpó el padre.
—¿Qué estás diciendo? Ya puede darse con un canto en los dientes por tener lo que tiene —lo reprendió Rosa.
Hans continuó observando la pierna que le quedaba a la muñeca mientras Liesel se probaba el nuevo uniforme. Cumplir diez años era sinónimo de Juventudes Hitlerianas. Las Juventudes Hitlerianas eran sinónimo de un pequeño uniforme marrón. Al ser una chica, a Liesel la apuntaron a lo que llamaban la BDM.
EXPLICACIÓN DE LAS SIGLAS
Bund Deutscher Müdchen,
Liga de Jóvenes Alemanas.
Lo primero que hacían allí era asegurarse de que dominaran el «heil Hitler» a la perfección. Luego se las enseñaba a desfilar erguidas, aplicar vendajes y zurcir. También las llevaban de excursión y hacían otro tipo de actividades. Los miércoles y los sábados eran los días que se reunían, de tres a cinco de la tarde.
Todos los miércoles y los sábados, Hans la acompañaba a pie y volvía a recogerla dos horas después. Nunca hablaban mucho de la asociación. Se limitaban a cogerse de la mano y escuchar sus pisadas mientras papá se fumaba un par de cigarrillos.
Lo único que la inquietaba de su padre era que salía mucho de casa. Algunas noches entraba en el salón (que también hacía las veces de dormitorio de los Hubermann), sacaba el acordeón del viejo armario y cruzaba la cocina hasta la puerta de entrada.
Cuando ya había recorrido un trecho de Himmelstrasse, Rosa abría la ventana.
—¡No vuelvas tarde a casa! —gritaba.
—No hables tan alto —respondía él, volviéndose.
—Saukerl! ¡Anda y que te zurzan! ¡Hablaré todo lo alto que me dé la gana!
El eco de los improperios lo seguía por la calle. Nunca miraba atrás o, al menos, no lo hacía hasta que estaba seguro de que su mujer se había metido dentro. Esas noches, al final de la calle, con la funda del acordeón en una mano, se volvía justo frente a la tienda de frau Diller, que hacía esquina, y adivinaba la figura que había sustituido a su mujer en la ventana. Entonces levantaba un breve instante su alargada y espectral mano antes de dar media vuelta y echar a
andar a paso tranquilo. Liesel lo veía de nuevo a las dos de la mañana, cuando
la sacaba a rastras de su pesadilla, con dulzura.
Todas las noches sin excepción había jaleo en la diminuta cocina. Rosa Hubermann no paraba de hablar y, cuando hablaba, no hacía más que schimpfen. Siempre estaba rezongando y discutiendo. En realidad no había nadie con quien discutir, pero Rosa conducía la situación con experta habilidad en cuanto tenía ocasión. En esa cocina podía pelearse con medio mundo y eso era precisamente lo que hacía casi todas las noches. Una vez habían acabado de cenar y Hans había salido, Liesel y Rosa se quedaban allí y Rosa planchaba.
Varias veces a la semana, Liesel volvía del colegio y recorría las calles de Molching con su madre, recogiendo y entregando la colada y la plancha en la parte más pudiente de la ciudad. Knaupt Strasse, Heide Strasse y alguna otra más. Mamá entregaba la ropa planchada o recogía la que habría de lavar, con la debida sonrisa en los labios, pero en cuanto la puerta se cerraba y se daba medía vuelta maldecía a la gente rica por su dinero y gandulería.
«Son demasiado gʹschtinkerdt para lavarse la ropa», solía decir, a pesar de que dependía de ellos.
«Ese heredó todo el dinero de su padre y ahora lo malgasta en mujeres y alcohol. Y en la colada y el planchado, claro», cargaba contra herr Vogel, de la Heide Strasse.
Como si pasara lista a los que despreciaba.
Herr Vogel, herr y frau Pfaffelhürver, Helena Schmidt, los Weingartner.
Todos eran culpables de algo.
Aparte de dedicarse al alcohol y la lujuria, según Rosa, Ernst Vogel no hacía más que rascarse ese pelo infestado de piojos, humedecerse los dedos y luego tenderle el dinero. «Debería lavarlo antes de volver a casa», sentenciaba.
Los Pfaffelhürver examinaban el resultado con lupa. «ʺEstas camisas, sin arrugas, por favorʺ —los imitaba Rosa—. ʺEste traje, sin pliegues.ʺ Y luego se quedan ahí, revisándolo delante de mí, ¡delante de mis narices! Menuda Gʹsindel, menuda escoria.»
Por lo visto, los Weingartner eran medio lelos y tenían una gata Saumensch
que no dejaba de mudar el pelo. «¿Sabes lo que tardo en sacar todos esos pelos?
¡Están por todas partes!»
Helena Schmidt era una viuda rica. «Esa vieja inválida… Todo el día ahí
sentada, atrofiándose. En la vida ha sabido qué es trabajar.»
No obstante, Rosa se reservaba el mayor desprecio para el número ocho de la Grandestrasse, una casa enorme en lo alto de una colina, en la parte alta de Molching.
—Ésa es la casa del alcalde —le contó a Liesel la primera vez que fueron
allí—. Menudo sinvergüenza. Su mujer se pasa todo el día metida en casa de
brazos cruzados. Es tan tacaña que ni siquiera enciende la lumbre, por eso ahí
dentro siempre hace un frío de muerte. Está como una chota. —Hizo hincapié en las últimas palabras—. No tiene remedio, como una chota. —Al llegar junto a la puerta, le hizo un gesto a la niña—. Entra tú.
Liesel se quedó helada. Una gigantesca puerta marrón con una aldaba de
latón se alzaba al final de un pequeño tramo de escalones.
—¿Qué?
Rosa le dio un empujón.
—No me vengas con «qués», Saumensch. Andando.
Liesel caminó. Cruzó la verja, subió los escalones, vaciló y llamó a la puerta. Un albornoz salió a recibirla.
Debajo había una mujer de mirada desconcertada, cabello suave y sedoso y expresión derrotada. Vio a Rosa junto a la cancela y le tendió a la niña una bolsa con la colada.
—Gracias —dijo Liesel, pero no obtuvo respuesta. La puerta se cerró.
—¿Lo ves?, esto es lo que tengo que aguantar todos los días —se quejó Rosa cuando Liesel regresó junto a la verja—. Esos ricos desgraciados, menuda panda de cerdos holgazanes…
Cuando ya se iban, Liesel volvió la vista atrás, con la colada en las manos. La aldaba de latón la vigilaba desde la puerta.
Después de criticar a la gente para la que trabajaba, Rosa Hubermann solía proseguir con su otro tema de vilipendio favorito: su marido. Mientras miraba la bolsa de la colada y las casas inclinadas, no paraba de hablar y hablar.
—Si tu padre sirviera para algo —le contaba a Liesel cada vez que atravesaban Molching—, no tendría que hacer esto. —Soltaba un bufido desdeñoso—. ¡Pintor! ¿Por qué me casaría con ese Arschloch? Si ya me lo dijeron… Es decir, ya me lo dijo mi familia. —Sus pisadas crujían por el camino—. Y aquí me tienes, pateando estas calles y esclavizada en la cocina porque ese Saukerl nunca tiene trabajo. Por lo menos un trabajo de verdad, no ese patético acordeón que va a tocar a esos antros noche tras noche.
—Sí, mamá.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre?
Los ojos de mamá eran como dos recortables de color azul pálido pegados a la cara.
Seguían caminando. Liesel arrastraba el saco.
En casa, lavaban la colada en un caldero junto a la lumbre, la tendían al lado de la chimenea del salón y luego la planchaban en la cocina. Todo se cocía en la cocina.
—¿Has oído eso? —le preguntaba Rosa casi todas las noches.
Llevaba la plancha de hierro en la mano, que calentaba encima de los fogones. Casi toda la casa estaba en penumbras y Liesel, sentada a la mesa de la cocina, contemplaba las brechas de fuego que se abrían delante de ella.
—¿Qué? —contestaba ella—. ¿El qué?
—Ha sido esa Holtzapfel. —Rosa ya se había levantado de la silla—. Esa
Saumensch acaba de escupir otra vez en nuestra puerta.
Frau Holtzapfel, una de las vecinas, tenía por costumbre escupir en la puerta de los Hubermann cada vez que pasaba por delante. La puerta principal se encontraba a escasos pasos de la verja y, por así decirlo, frau Holtzapfel ya tenía muy estudiada la distancia… y la puntería afinada.
Los escupitajos eran la consecuencia de una especie de guerra verbal en la que Rosa Hubermann y ella se habían embarcado y que arrastraban desde hacía una década. Nadie conocía su origen y lo más probable era que incluso ellas lo hubieran olvidado.
Frau Holtzapfel era una mujer nervuda y, como quedaba patente, rencorosa. Nunca había estado casada, pero tenía dos hijos, algo mayores que los de los Hubermann. Los dos estaban en el ejército y los dos harán alguna aparición como artistas invitados antes de que terminemos, te lo aseguro.
En cuanto a los escupitajos malintencionados, debo añadir que frau Holtzapfel era muy escrupulosa. Nunca desaprovechaba la ocasión de spuck en la puerta del número treinta y tres y de pronunciar Schweine! cada vez que pasaba por delante. Algo que me llama la atención de los alemanes: parecen muy aficionados a los cerdos.
KUNA PREGUNTA TONTAJ
Y SU RESPUESTA
¿Quién crees que limpiaba el escupitajo de la puerta todas las noches?
Sí, lo has adivinado.
Cuando una mujer con un puño de hierro dice que salgas ahí fuera y limpies el escupitajo de la puerta, lo haces. Sobre todo cuando el hierro está caliente.
En realidad, formaba parte de la rutina.
Todas las noches Liesel salía a la calle, limpiaba la puerta y contemplaba el firmamento. Por lo general, parecía que alguien hubiera vertido un líquido en el cielo —frío y espeso, resbaladizo y gris—, pero de vez en cuando algunas estrellas tenían el valor de alzarse y flotar, aunque sólo fuera unos minutos. Esas noches se quedaba un poquito más y esperaba.
-Hola, estrellas. Y esperaba.
La voz de la cocina.
O hasta que las aguas del cielo alemán volvían a tragarse las estrellas.
El beso
(Un momento decisivo de la infancia)
Igual que la mayoría de las ciudades pequeñas, Molching estaba repleta de personajes peculiares, y un puñado de ellos vivía en Himmelstrasse. Frau Holtzapfel sólo era una más del reparto.
Entre los demás destacaban los siguientes:
* Rudy Steiner: el chico de la puerta de al lado, obsesionado con el atleta negro estadounidense Jesse Owens.
* Frau Diller: la leal tendera aria del comercio de la esquina.
* Tommy Mullen un niño al que habían operado varias veces por su otitis crónica. Un río de piel rosada le recorría la cara y tenía algún que otro tic.
* Un hombre al que todos llamaban Pfiffikus y cuya vulgaridad hacía que
Rosa Hubermann pareciera una poetisa y una santa.
Resumiendo, era una calle donde vivía gente relativamente pobre. A pesar del aparente auge de la economía alemana durante el gobierno de Hitler, en la ciudad todavía existían zonas deprimidas.
Como ya he mencionado, la casa contigua a la de los Hubermann estaba alquilada por una familia llamada Steiner. Los Steiner tenían seis hijos. Uno de ellos, el tristemente famoso Rudy, pronto se convertiría en el mejor amigo de Liesel y, más adelante, en su compinche y ocasional catalizador de sus correrías. Lo conoció en la calle.
Pocos días después del primer baño de Liesel, Rosa la dejó salir a jugar con los otros niños. En Himmelstrasse, las amistades se forjaban al aire libre, hiciera el tiempo que hiciese. Los niños raras veces visitaban las casas de los demás, ya que estas eran pequeñas y por lo general había pocas cosas en ellas. Además, en la calle podían practicar su pasatiempo favorito como si fueran profesionales: el
fútbol. Los equipos estaban bien definidos y utilizaban los cubos de basura para
delimitar las porterías.
Al ser una recién llegada, a Liesel la relegaron de inmediato a custodiar el espacio entre los cubos de basura. (Tommy Müller por fin conoció la libertad, a pesar de ser el peor futbolista que Himmelstrasse había visto en toda su historia.)
Todo se desarrolló a la perfección durante un tiempo, hasta el profético momento en que Rudy Steiner acabó tumbado en la nieve debido a una falta de Tommy Müller, alentada por la frustración.
—¿¡Qué!? —protestó Tommy, con expresión contrariada por la desesperación—. ¡Pero si no he hecho nada!
El equipo de Steiner exigió al completo el penalti y acto seguido Rudy
Steiner tuvo que enfrentarse a la niña nueva, Liesel Meminger.
Rudy colocó el balón en un montoncito irregular de nieve, seguro de obtener el resultado habitual. Después de todo, no había fallado ni un solo penalti de los dieciocho que había lanzado, ni siquiera cuando el equipo contrario protestaba para sacar a Tommy Müller de la portería. Daba igual por quién lo sustituyeran, Rudy siempre marcaba.
Esta vez también trataron de sacar a Liesel, pero, como te imaginarás, ella se negó y Rudy no puso pegas.
—No, no. —Sonrió—. Dejadla. Se estaba frotando las manos.
Había dejado de nevar sobre la sucia calle y las pisadas embarradas se concentraban entre ellos. Rudy cogió carrerilla, chutó el balón, Liesel se lanzó a por él y, sin saber cómo, consiguió rechazarlo con el codo. Se levantó sonriente, pero lo primero que vio fue una bola de nieve que se estrelló contra su cara. La mitad era barro. Escocía a rabiar.
—¿Qué te ha parecido eso?
El chico sonrió de oreja a oreja y salió corriendo tras el balón.
—Saukerl—musitó Liesel entre dientes.
El vocabulario de su nuevo hogar se le pegaba rápido.
ALGUNOS DATOS SOBRE
RUDY STEINER
Era ocho meses mayor que Liesel y tenía piernas esqueléticas, dientes afilados, ojos azules desproporcionados y el pelo de color limón.
Era uno de los seis Steiner, y tenía hambre a todas horas. En Himmelstrasse se le consideraba un poco alocado.
Esto se debía a un suceso del que rara vez se hablaba, pero al
que todo el mundo se refería como «el incidente Jesse
Owens»: una noche se había pintado de negro carbón y había corrido los cien metros en el estadio local.
Cuerdo o no, Rudy estaba destinado a ser el mejor amigo de Liesel. Todo el mundo sabe que una bola de nieve en la cara es el comienzo perfecto de una amistad duradera.
Poco después de empezar el colegio, Liesel hacía el camino hasta la escuela con los Steiner. La madre de Rudy, Barbara, había hecho prometer a su hijo que acompañaría a la niña nueva, sobre todo después de haber oído hablar de la bola de nieve. Dicho sea en su favor, a Rudy no le importó obedecer ya que distaba mucho de ser el típico chico misógino. Al contrario, las chicas le gustaban mucho y, por tanto, Liesel también (de ahí la bola de nieve). De hecho, Rudy Steiner era uno de esos mamoncetes descarados que se las daba de entendido en mujeres. En la infancia suele haber un joven de este tipo. Es el típico chico que se niega a temer al otro sexo sólo porque los demás sí lo hacen, el típico chico al que no le da miedo tomar decisiones. En este caso, Rudy tenía ideas claras con respecto a Liesel Meminger.
De camino al colegio intentó enseñarle los lugares más importantes de la ciudad por los que pasaban o, al menos, intentó colarlos de alguna manera en la conversación entre las exhortaciones a sus hermanas pequeñas para que cerraran el pico y las que recibía de los mayores para que él cerrara el suyo. El primer lugar de interés era una pequeña ventana de la segunda planta de un bloque de pisos.
—Ahí vive Tommy Müller. —Se dio cuenta de que Liesel no lo recordaba—
. El de los tics. Cuando tenía cinco años, se perdió en el mercado el día más frío del año. Cuando lo encontraron tres horas después, estaba congelado y le dolían mucho los oídos. Al cabo de un tiempo vieron que se le habían infectado y, como tuvieron que operarle tres o cuatro veces, los médicos le hicieron polvo los nervios. Por eso ahora le dan tics.
—Y es malo jugando al fútbol —metió baza Liesel.
—El peor.
El siguiente era la tienda de la esquina, al final de Himmelstrasse. La tienda de frau Diller.
AVISO IMPORTANTE SOBRE
FRAU DILLER
Tenía una regla de oro.
Frau Diller era una mujer mordaz, con gafas de gruesos cristales y una
mirada cruel y fulminante. Había perfeccionado esa mirada malévola para desalentar a todo aquel que pretendiera robar en su tienda, que regentaba con porte militar, voz helada y un aliento que incluso olía a «heil Hitler». La tienda era blanca, fría y desangelada. La pequeña casa que quedaba comprimida al lado temblaba más que el resto de los edificios de Himmelstrasse. Frau Diller transmitía esa sensación y la despachaba como la única mercancía gratis que podía encontrarse en su establecimiento. Vivía para la tienda y la tienda vivía para el Tercer Reich. Incluso cuando empezó el racionamiento a finales de año, se sabía que vendía bajo mano ciertos artículos difíciles de encontrar y que donaba el dinero al Partido Nazi. En la pared detrás de su asiento había una foto enmarcada del Führer. Si entrabas en la tienda y no saludabas con un «heil Hitler», lo más probable era que no te atendiera. Al pasar por ahí, Rudy le llamó la atención a Liesel sobre los ojos a prueba de balas que los escudriñaban a través del escaparate.
—Si quieres pasar de la puerta, di heil cuando entres —le advirtió, muy serio.
Cuando ya se habían alejado bastante del comercio, Liesel se volvió y vio que los ojos enormes seguían allí, pegados al cristal del escaparate.
Al doblar la esquina, Münchenstrasse (la calle principal, por la que se entraba y salía de Molching) estaba cubierta de barro.
Como era habitual, varias hileras de soldados que estaban entrenándose
marchaban por la calle. Los uniformes caminaban derechos y las botas negras contribuían a ensuciar la nieve aún más. Todos miraban al frente, concentrados.
Cuando los soldados hubieron desaparecido, los Steiner y Liesel pasaron por delante de varios escaparates y del imponente ayuntamiento, que años después sería rebanado a la altura de las rodillas y enterrado. Había varias tiendas abandonadas todavía marcadas con estrellas amarillas y comentarios antisemitas. Más allá la iglesia, cuyo tejado de elaborados azulejos apuntaba al cielo. En general, la calle era un alargado tubo gris, un pasillo húmedo lleno de gente encorvada por el frío y salpicado de tenues pisadas.
Al llegar a cierta altura, Rudy se adelantó a la carrera, arrastrando a Liesel consigo.
Llamó al escaparate de la tienda del sastre.
Si Liesel hubiera sabido leer, habría comprendido que pertenecía al padre de Rudy. La tienda todavía no estaba abierta, pero un hombre disponía las prendas en el interior, detrás del mostrador. El hombre levantó la cabeza y saludó con la mano.
—Mi padre —le informó Rudy.
Instantes después se encontraron en medio de una marea de Steiner de
distintas alturas que saludaban con la mano, enviaban besos a su padre o saludaban circunspectos con la cabeza (en el caso de los mayores). Luego se dirigieron al último sitio de interés antes de llegar al colegio.
KLA ÚLTIMA PARADAJ
La calle de las estrellas amarillas.
Era un lugar en el que nadie quería detenerse a mirar, pero casi todo el mundo lo hacía. En la calle, con forma de brazo largo y roto, se alzaban varias casas de ventanas rotas y paredes desconchadas. La estrella de David estaba pintada en las puertas. Esas casas parecían leprosas, llagas infectadas que corrompían el terreno alemán.
—Schiller Strasse —anunció Rudy—, la calle de las estrellas amarillas.
Al otro extremo había gente que iba de un lado para otro. La llovizna les confería el aspecto de fantasmas; ya no eran humanos, sino formas que iban y venían bajo las nubes plomizas.
—Venga, vosotros dos —los llamó Kurt (el mayor de los Steiner). Rudy y Liesel se acercaron corriendo.
En el colegio, Rudy intentaba reunirse con Liesel durante el recreo. No le importaba que los otros se burlaran de la estupidez de la niña nueva. Liesel pudo contar con él desde el principio y más adelante, cuando la frustración de la niña se desbordó. Sin embargo, Rudy no lo hacía de forma desinteresada.
¿HAY ALGO PEOR QUE
UN CHICO QUE TE ODIE?
Un chico que te quiera.
A finales de abril, cuando volvían del colegio, Rudy y Liesel estaban esperando en Himmelstrasse para empezar a jugar al fútbol, como era habitual. Se habían adelantado un poco más que otros días y todavía no se había presentado nadie. La única persona a la que vieron fue al malhablado Pfiffikus.
—Eh, mira —señaló Rudy.
RETRATO DE PFIFFIKUS
Era de complexión frágil.
Tenía el pelo blanco.
Llevaba un chubasquero negro, pantalones marrones, zapatos
destrozados y tenía una boca… Menuda boca.
—¡Eh, Pfiffikus!
Cuando la silueta lejana se volvió, Rudy empezó a silbar.
El anciano se enderezó y empezó a insultarlos con un fervor que sólo
podría calificarse de ingenioso. Por lo visto, nadie sabía su verdadero nombre o, si lo sabían, nunca lo utilizaban. Solían llamarlo Pfiffikus porque es el nombre que se le pone a quien le gusta silbar, algo que a Pfiffikus se le daba muy bien, sin lugar a dudas. No hacía más que silbar una sola melodía, La marcha Radetzky, y los niños del lugar la imitaban para llamarlo. En cuanto la oía, Pfiffikus abandonaba sus habituales andares (encorvado hacia delante, pasos largos y desgarbados, brazos detrás del chubasquero negro) y se ponía derecho para soltar improperios. En ese momento, toda impresión de serenidad quedaba violentamente interrumpida por una voz que reverberaba de rabia.
Ese día, Liesel imitó la provocación de Rudy casi como un acto reflejo.
—¡Pfiffikus! —repitió Liesel, adoptando de inmediato la debida crueldad
que parece propia de la infancia.
Silbó fatal, pero no tuvo tiempo para practicar.
Empezó a perseguirlos sin dejar de maldecir. Primero fue un Gehʹ scheissen! y cada vez fue a peor. Al principio descargó los improperios sólo sobre el chico, pero poco después le llegó el turno a Liesel.
—¡Eh, golfa! —rugió. Las palabras cayeron como una costalada en la espalda de Liesel—. ¡Es la primera vez que te veo!
Mira que llamar golfa a una niña de diez años… Ese era Pfiffikus. Todos opinaban que frau Holtzapfel y él habrían hecho una buena pareja. «¡Volved aquí!» fueron las últimas palabras que Liesel y Rudy oyeron mientras se alejaban a la carrera. No se detuvieron hasta que llegaron a Münchenstrasse.
—Vamos, por aquí —dijo Rudy, cuando consiguieron recuperar el aliento. La llevó a Hubert Oval, el escenario del incidente de Jesse Owens, donde se
quedaron con las manos en los bolsillos. La pista se extendía delante de ellos. Sólo podía ocurrir una cosa. Empezó Rudy.
—Cien metros —la retó—, me juego lo que quieras a que no me ganas.
Liesel no iba a ser menos.
—Me juego lo que quieras a que sí.
—¿Qué te juegas, pequeña Saumensch? ¿Tienes dinero?
—Claro que no, ¿y tú?
—No. —Pero Rudy tenía una idea. Fue el galán el que habló por él—. Si
gano, te doy un beso.
Se agachó y empezó a enrollarse el bajo de los pantalones.
Liesel se inquietó, por decirlo de alguna manera.
—¿Y por qué quieres besarme? Voy sucia.
—Yo también.
Rudy no veía razón alguna para que un poco de mugre se interpusiera
entre ellos. Además, no había pasado tanto tiempo desde la última ducha.
Liesel lo meditó mientras estudiaba los palmitos que su rival tenía por piernas. Eran iguales que las suyas. Pensó que era imposible que la ganara. Asintió, con gravedad. La cosa iba en serio.
—Puedes besarme si ganas, pero si gano yo, dejo de ser portera cuando juguemos al fútbol.
Rudy sopesó las opciones.
—Me parece justo.
Y se estrecharon la mano.
El cielo estaba muy oscuro y nublado, aderezado con las pequeñas astillas de lluvia que comenzaban a caer.
La pista estaba más encharcada de lo que parecía.
Ambos rivales estaban preparados.
Rudy lanzó una piedra para dar el disparo de salida. Cuando cayera al suelo, podían empezar a correr.
—Ni siquiera veo la línea de llegada —se quejó Liesel.
—¿Y yo qué?
La piedra tocó el suelo.
Corrieron pegados, dándose codazos para adelantarse. El suelo resbaladizo les lamía los pies y los hizo caer a unos veinte metros del final.
—¡Jesús, María y José! —exclamó Rudy—. ¡Estoy rebozado de mierda!
—No es mierda —lo corrigió Liesel—, es barro. —Aunque tenía sus dudas. Volvieron a resbalar a unos cinco metros de la llegada—. Entonces, ¿quedamos empatados?
Rudy miró la meta. Con la cara medio cubierta de barro, sólo se le veían los dientes afilados y los enormes ojos.
—¿Todavía me llevo el beso si quedamos empatados?
—Ni lo sueñes.
Liesel se levantó y se sacudió un poco de barro de la chaqueta.
—No te obligaré a estar en la portería.
—Quédate con tu portería.
De vuelta a Himmelstrasse Rudy le advirtió:
—Algún día te morirás por besarme —le dijo. Sin embargo, Liesel lo tenía muy claro.
Se hizo una promesa: mientras Rudy Steiner y ella estuvieran vivos, jamás
besaría a ese miserable y sucio Saukerl, y ese día menos que nunca. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Se miró la ropa llena de barro y comentó en voz alta lo que era evidente.
—Va a matarme.
Por supuesto, se refería a Rosa Hubermann, también conocida como mamá, que a punto estuvo de matarla. La palabra Saumensch ocupó un lugar predominante en la bronca. La hizo picadillo.
El incidente de Jesse Owens
Como ya sabemos, Liesel todavía no había llegado a Himmelstrasse cuando Rudy cometió la infamia de su infancia y, sin embargo, cuando se entregaba a sus recuerdos, tenía la sensación de haber estado presente. No se lo explicaba, pero en su memoria se encontraba entre el público imaginario de Rudy. Nadie más que él le había hablado de la peripecia, pero el joven le contó el relato con todo detalle; cuando Liesel se propuso narrar su propia historia, el incidente de Jesse Owens formaba parte de ella, tanto como todo lo que había visto con sus propios ojos.
Era 1936. Las Olimpiadas. Los juegos de Hitler.
Jesse Owens acababa de terminar los cuatrocientos metros relevos y había conseguido su cuarta medalla de oro. Había corrido la voz de que Hitler se negó a estrecharle la mano por ser negro y, por ende, infrahumano. Incluso los racistas alemanes más recalcitrantes se maravillaron ante los logros de Owens, y los rumores sobre sus hazañas empezaron a difundirse. Nadie había quedado tan impresionado como Rudy Steiner.
Toda la familia estaba apretujada en el salón cuando Rudy se escabulló y se dirigió a la cocina. Sacó un trozo de carbón de los fogones y lo sostuvo en sus diminutas manos. «Ahora.» Sonrió. Estaba listo.
Se untó bien de carbón, a conciencia, hasta que quedó todo negro. Incluso el pelo.
El chico sonrió con expresión desvariada al verse reflejado en la ventana. Vestido con unos pantalones cortos y una camiseta sin mangas, cogió en silencio la bicicleta de su hermano mayor y enfiló la calle, donde se puso a pedalear como un loco en dirección al Hubert Oval. En uno de los bolsillos se había guardado unos cuantos trocitos de carbón, por si se desteñía.
En la fantasía de Liesel, esa noche la luna estaba zurcida al cielo, con puntadas de nube alrededor.
La bicicleta oxidada se detuvo y cayó sobre la valla del Hubert Oval, que
Rudy saltó. Aterrizó al otro lado y fue corriendo con desgarbo hasta la línea de salida de los cien metros. A continuación, entusiasmado, hizo unos torpes estiramientos y dibujó unas marcas de salida en la tierra.
A la espera de que llegara su turno, se paseó arriba y abajo, concentrándose
bajo un firmamento oscuro, con la luna y las nubes observándolo atentamente.
—Parece que Owen está en buena forma —comentó—. Este podría ser el mayor triunfo de toda su carrera…
Estrechó las manos imaginarias de los otros atletas y les deseó suerte, aunque ya sabía el resultado. No tenían ninguna posibilidad.
El juez les indicó que se prepararan. Una multitud se materializó y ocupó hasta el último rincón de la circunferencia del Hubert Oval. Todos gritaban el nombre de Rudy Steiner… y su nombre era Jesse Owens. El estadio enmudeció.
Sus pies descalzos se agarraron al suelo, podía sentirlo entre los dedos.
A petición del juez de salida, se elevó ligeramente para adoptar la posición de listos… y la pistola perforó la noche.
Durante el primer tercio de la carrera iba bastante igualado, pero sólo era cuestión de tiempo que el tiznado Owens adelantara a los demás y se alejara veloz como un rayo.
—¡Owens a la cabeza! —gritó el chico con voz estridente mientras corría
por la calle vacía, derecho hacia el aplauso fervoroso de la gloria olímpica.
Incluso sintió que su pecho partía la cinta al atravesarla en primer lugar. El hombre más rápido del mundo.
Sin embargo, la hazaña se desmoronó al dar la vuelta de honor. Su padre estaba de pie entre la multitud, esperándolo junto a la línea de meta, como si fuera el hombre del saco. O, al menos, el hombre del saco trajeado. (Como ya he mencionado, el padre de Rudy era sastre y rara vez se le veía por la calle sin traje y corbata. En esa ocasión, sólo llevaba una chaqueta y una camisa desarreglada.)
—Was ist los? —le preguntó a su hijo cuando este apareció en toda su tiznada gloria—. ¿Qué diablos está pasando aquí? —La multitud se desvaneció. Empezó a soplar la brisa—. Estaba durmiendo en el sillón cuando Kurt se dio cuenta de que te habías ido. Todo el mundo está buscándote.
El señor Steiner era un hombre extremadamente educado en circunstancias normales; sin embargo, descubrir a uno de sus hijos tiznado de carbón una noche de verano no era lo que él consideraba circunstancias normales.
—Este niño está loco —masculló, aunque tuvo que admitir que, con seis
críos, podía ocurrir algo así. Al menos uno de ellos tenía que salirle rana. Lo miraba fijamente, esperando una explicación—. ¿Y bien?
Rudy, jadeando, se agachó y apoyó las manos en las rodillas.
—Era Jesse Owens —contestó, como si fuera lo más normal del mundo.
Incluso había algo en el tono de su voz que preguntaba: «¿Qué demonios iba a ser si no?». No obstante, el tono desapareció cuando vio las ojeras de su padre cansadas por la falta de sueño.
—¿Jesse Owens? —El señor Steiner era de esos hombres inexpresivos, de voz angulosa y firme. Era alto y fornido, como un roble, y su cabello parecía hecho de astillas—. ¿Qué Jesse Owens?
—¿Cuál va a ser, papá? El mago negro.
—Ya te daré yo magia negra.
Agarró a su hijo por la oreja y Rudy hizo un gesto de dolor.
—¡Ay, me haces daño!
—¿No me digas? —Su padre estaba más preocupado por la pegajosa textura del carbón, que le manchaba los dedos. Estaba cubierto de pies a cabeza. Incluso tenía carbón en las orejas, por amor de Dios—. Vamos.
De camino a casa, el señor Steiner decidió hablarle de política del modo más claro posible, pero Rudy sólo llegaría a entender todo lo que le dijo con los años, cuando ya era demasiado tarde para molestarse en comprender nada.
KLA CONTRADICTORIA POLÍTICAJ
DE ALEX STEINER
Primer punto: Era miembro del Partido Nazi, pero no odiaba a los judíos. En realidad, ni a los judíos ni a nadie.
Segundo punto: Sin embargo, no pudo evitar sentir cierto alivio (o, peor, ¡regocijo!) cuando los tenderos judíos tuvieron que cerrar. La propaganda le había convencido de que sólo era cuestión de tiempo que una plaga de sastres judíos asomara la cabeza y le robara la clientela.
Tercer punto: No obstante, ¿significaba eso que debían
expulsarlos?
Cuarto punto: Su familia. Tenía que hacer todo lo que estuviera en su mano para mantenerla. Si eso significaba ser del partido, pues uno era del partido.
Quinto punto: En algún lugar, en lo más profundo, sentía una punzada en el corazón, pero decidió no hurgar. Temía lo que pudiera salir.
Antes de llegar a Himmelstrasse, Alex le dijo:
—Hijo, no puedes andar por ahí pintado de negro, ¿me entiendes?
Rudy le prestó atención, interesado… y confuso. La luna se había librado de las nubes y ahora podía moverse, elevarse, zambullirse y derramar gotitas sobre el rostro del chico, confiriéndole un aspecto inocente y lúgubre, como sus pensamientos.
—¿Por qué no, papá?
—Porque te llevarán.
—¿Por qué?
—Porque no deberías querer ser como los negros o los judíos o como
cualquiera que… no sea como nosotros.
—¿Quiénes son los judíos?
—¿Te acuerdas de mi cliente más antiguo, el señor Kaufmann, al que le compramos tus zapatos?
—Sí.
—Pues es judío.
—No lo sabía. ¿Tienes que pagar para ser judío? ¿Se necesita un permiso?
—No, Rudy. —El señor Steiner llevaba la bicicleta con una mano y a Rudy con la otra. Pero le costaba más dirigir la conversación. Todavía no le había soltado la oreja. Se había olvidado—. Es como ser alemán o católico.
—Ah. ¿Jesse Owens es católico?
—¡No lo sé!
Tropezó con uno de los pedales de la bicicleta y soltó la oreja del chico. Continuaron caminando en silencio durante un rato.
—Ojalá fuera como Jesse Owens, papá —comentó Rudy.
Esta vez, el señor Steiner puso la mano sobre la cabeza de su hijo.
—Lo sé, hijo, pero tienes un precioso cabello rubio y unos ojazos azules que
te evitarán muchos problemas —le explicó—. Deberías conformarte, ¿está claro?
Sin embargo, no estaba nada claro.
Rudy no entendió ni una palabra y esa noche no fue más que el preludio de lo que les deparaba el futuro. Dos años y medio después, la zapatería de los Kaufmann acabó hecha añicos y todos los zapatos desaparecieron en un camión, metidos en sus cajas.
El reverso del papel de lija
Supongo que las personas viven momentos cruciales sobre todo durante la infancia. Para algunos es un incidente como el de Jesse Owens. Para otros, un momento de histeria en medio de un episodio de incontinencia nocturna.
Era finales de mayo de 1939 y la noche había sido como cualquier otra. Rosa ejercitaba su puño de hierro, Hans había salido y Liesel limpiaba la puerta de casa y contemplaba el firmamento de Himmelstrasse.
Por la tarde se había celebrado un desfile.
Los miembros extremistas de camisa parda del NSDAP (también conocido como Partido Nazi) marcharon por Münchenstrasse ondeando sus banderas con orgullo, con el rostro bien alto, como si se hubieran tragado una escoba. Cantaban a voz en grito y acabaron con una rugiente interpretación de Deutschland über Alles, «Alemania por encima de todo».
Como siempre, les aplaudieron.
Los animaron a seguir su camino hacia quién sabe dónde.
La gente se detenía a mirar y algunos extendían el brazo a modo de saludo mientras otros tenían las manos al rojo vivo de tanto aplaudir. Otros intentaban contener la emoción que se reflejaba en sus rostros contraídos por el orgullo, como frau Diller, y había alguno que otro, como Alex Steiner, que aguantaba el tipo como si fuera un bloque de madera con forma humana que aplaudía lenta y obedientemente. Armoniosamente. Sumisamente.
Liesel los vio desde la acera, junto a su padre y Rudy. Hans Hubermann los contemplaba desde detrás de las persianas bajadas.
UNOS CUANTOS DATOS
SIGNIFICATIVOS
En 1933 el noventa por ciento de los alemanes apoyaba a Adolf Hitler sin reserva alguna.
Eso nos deja un diez por ciento de detractores.
Hans Hubermann pertenecía a ese diez por ciento.
Existía una razón para ello.
Por la noche, Liesel soñó, como siempre. Al principio veía las camisas pardas desfilando, pero luego la condujeron a un tren donde la esperaba el descubrimiento habitual: su hermano le clavaba la mirada.
Cuando se despertó gritando, Liesel supo de inmediato que algo había cambiado. Un olor se desparramaba por debajo de las sábanas, cálido y empalagoso. Al principio intentó convencerse de que no había ocurrido nada, pero cuando su padre se acercó y la meció entre sus brazos, lloró y se lo confesó al oído.
—Papá —susurró—, papá.
Y eso fue todo. Seguramente él también lo olió.
Hans la levantó con suavidad de la cama y se la llevó al lavabo. El momento llegó minutos después.
—Cambiaremos las sábanas —dijo su padre, y cuando se agachó y tiró de la tela, algo se soltó y cayó al suelo de un golpe sordo.
Un libro negro de letras plateadas salió disparado y aterrizó entre los pies del hombre alto.
Lo miró.
Miró a la niña, que se encogió de hombros tímidamente.
A continuación, Hans leyó el título en voz alta, concentrado: Manual del sepulturero.
«Así que ese es el título», pensó Liesel.
El silencio se instaló entre ellos, entre el hombre, la niña y el libro. Hans lo recogió y habló con una voz tan suave como el algodón.
CONVERSACIÓN A LAS DOS
DE LA MADRUGADA
¿Es tuyo?
—Sí, papá.
¿Quieres leerlo?
De nuevo:
—Sí, papá.
Una sonrisa cansada. Ojos de metal, derretido.
Bueno, entonces será mejor que lo leamos.
Cuatro años después, cuando empezó a escribir en el sótano, dos
pensamientos acudieron a la mente de Liesel relacionados con el trauma de mojar la cama. Primero, se sintió muy afortunada de que fuera su padre quien descubriera el libro. (Por suerte, cuando había que hacer la colada de las sábanas, era Liesel la encargada de retirarlas y de hacerse la cama. «¡Y deprisita, Saumensch! ¿O es que crees que tenemos todo el día?».) Segundo, estaba muy orgullosa del papel que Hans Hubermann había desempeñado en su educación.
«Nadie lo hubiera dicho —escribió—, pero el colegio no me ayudó tanto como mi padre a la hora de aprender a leer. La gente cree que no es muy listo, y es cierto que le cuesta leer, pero pronto descubrí que las palabras y la escritura le habían salvado la vida en una ocasión. O, por lo menos, las palabras y un hombre que le enseñó a tocar el acordeón…»
—Lo primero es lo primero —sentenció Hans Hubermann esa noche. Lavó las sábanas y las tendió—. Veamos, empecemos con las clases nocturnas —dijo al volver.
El polvo cubría la luz amarillenta.
Liesel se sentó sobre las sábanas frías y limpias, avergonzada y eufórica. Le angustiaba la idea de haber vuelto a mojar la cama, pero estaba a punto de leer. Iba a leer el libro.
La emoción se apoderó de ella.
Se imaginó a una lectora genial de diez años.
Ojalá hubiera sido tan fácil.
—A decir verdad, los libros no son lo mío —se sinceró el padre antes de empezar.
Sin embargo, no importaba que leyera despacio. En todo caso, su ritmo de lectura, más lento de lo habitual, debió de ayudarla. Tal vez sirviera para que los comienzos de la niña fueran menos frustrantes.
No obstante, al principio Hans parecía un poco incómodo con el libro entre las manos.
Se sentó junto a la niña en la cama, se inclinó hacia atrás y dobló las piernas. Volvió a estudiar el libro y lo dejó caer sobre la cama.
—Vamos a ver, ¿por qué una buena niña como tú quiere leer una cosa así?
Liesel volvió a encogerse de hombros. Si el aprendiz de sepulturero hubiera estado leyendo las obras completas de Goethe o de cualquier otra autoridad por el estilo, también las tendrían ahí delante. Liesel intentó explicarse.
—Yo… Cuando… Estaba en la nieve y…
Las palabras, pronunciadas con un suave susurro, resbalaron de la cama y
se esparcieron por el suelo como si fueran polvo.
Sin embargo, el padre supo qué decir. Él siempre sabía qué decir.
—Bueno, Liesel, prométeme una cosa: si muero pronto, procura que me entierren como es debido —pidió, pasándose una mano por el cabello.
Liesel asintió con gran convencimiento.
—Nada de saltarse el capítulo seis o el paso cuatro del capítulo nueve. —Se
rió, al igual que la mojadora de camas—. Bien, me alegra saber que eso ya está resuelto. Ahora ya podemos empezar. —Se acomodó y sus huesos crujieron como las tablas del suelo—. Empieza la diversión.
El libro se abrió… Una ráfaga de viento amplificada por la quietud de la noche.
Al recordarlo, Liesel supo con total exactitud en qué estaba pensando su padre cuando hojeó la primera página del Manual del sepulturero. El hombre se dio cuenta de que no era el libro más adecuado por la dificultad del texto. Contenía palabras que incluso a él le resultaban complicadas, por no mencionar lo morboso del tema. En cuanto a la niña, sintió un repentino deseo de leerlo que ni siquiera se molestó en analizar. Tal vez, en cierto modo, deseaba asegurarse de que su hermano había sido enterrado como era debido. Fuera cual fuese la razón, sus ansias de leer el libro eran todo lo intensas que pueden llegar a ser en un humano de diez años.
El primer capítulo se titulaba «Primer paso: elección del equipo apropiado». En un breve párrafo introductorio se esbozaba el tema que tratarían las veinte páginas siguientes, se detallaba las clases de palas, picos, guantes y herramientas por el estilo que existían y se ilustraba sobre la obligación de conservarlas del modo correcto. Un enterramiento era algo serio.
Mientras Hans lo hojeaba, sentía los ojos de Liesel clavados en él. Se posaron sobre él y lo apresaron a la espera de que saliera algo de sus labios.
—Ten. —Volvió a acomodarse y le tendió el libro—. Mira la página y dime
cuántas palabras reconoces.
La estudió… y mintió.
—La mitad, más o menos.
—Léeme algunas.
Está claro que no pudo. Cuando le pidió que le señalara las que conocía y que las leyera en voz alta, contó tres en total: las tres que el alemán suele utilizar para el artículo definido. La página debía de tener unas doscientas palabras.
Puede que sea más difícil de lo que yo creía, pensó Hans.
Liesel lo sorprendió mientras lo pensaba, aunque fuera sólo un instante. Hans tomó impulso, se puso en pie y salió de la habitación.
—De hecho, tengo una idea mejor —anunció a su regreso. En la mano
llevaba un grueso lápiz de pintor y un taco de papel de lija—. Vamos a pulir esa lectura.
A Liesel le pareció la mar de bien.
Hans dibujó un cuadrado de unos dos centímetros y medio en la esquina
izquierda del reverso de un trozo de papel de lija y encajó una «A» mayúscula en el interior. Colocó otra «a» en la esquina opuesta, pero minúscula. Hasta aquí, ningún problema.
—A —leyó Liesel.
—¿A de…? Liesel sonrió.
—Apfel.
Hans escribió la palabra con letras grandes y debajo dibujó una manzana deforme. Era pintor de brocha gorda, no artista.
—Ahora la B —anunció cuando terminó, echando un vistazo a su obra.
A medida que avanzaban por el abecedario, Liesel estaba cada vez más boquiabierta. Era lo que había hecho en el colegio, en la clase de párvulos, pero mucho mejor: era la única alumna y no se sentía un gigante. Disfrutaba viendo cómo se movía la mano de su padre mientras escribía las palabras y trazaba lentamente los rudimentarios bosquejos.
—Ánimo, Liesel —la alentó al ver que se encallaba—. Dime algo que empiece por «S». Es fácil. Vamos, me estás defraudando.
Liesel estaba bloqueada.
—¡Venga! —susurró con complicidad—. Piensa en mamá.
La palabra se estampó contra su cara como un bofetón y Liesel esbozó una
sonrisa automática.
—Saumensch! —gritó.
Hans soltó una carcajada, pero se calló al instante.
—Shhh, no podemos hacer ruido.
Soltó otra carcajada y escribió la palabra, que aderezó con una de sus filigranas.
UNA OBRA DE ARTE TÍPICA
DE HANS HUBERMANN
—¡Papá! —le susurró—. ¡No tengo ojos!
Hans le dio unos suaves golpecitos en la cabeza, la niña había caído en la trampa.
—Con una sonrisa así, no necesitas ojos —respondió. La abrazó y volvió a mirar el dibujo con expresión de plata cálida—. Ahora la «T».
—Ya está bien por hoy —decidió Hans, levantándose después de haber recorrido y repasado una docena de veces el abecedario.
—Sólo unas más.
—No, ya está bien por hoy. Cuando te despiertes, te tocaré el acordeón —
contestó Hans, manteniéndose firme.
—Gracias, papá.
—Buenas noches. —Soltó una risita silenciosa de una sola sílaba—. Buenas noches, Saumensch.
—Buenas noches, papá.
Hans apagó la luz, regresó a su lado y se sentó en la silla. En la oscuridad, Liesel tenía los ojos abiertos. Contemplaba las palabras.
El aroma de la amistad
La instrucción continuó.
Durante las semanas siguientes y el verano, la clase de medianoche comenzaba después de las pesadillas. Liesel mojó la cama en dos ocasiones más, pero Hans Hubermann se limitó a repetir su heroica colada, y luego se puso manos a la obra con la lectura, el garabateado y el repaso. A altas horas de la noche, los susurros eran escandalosos.
Un jueves, hacia las tres del mediodía, Rosa le dijo a Liesel que se preparara para acompañarla a entregar la ropa planchada. Sin embargo, Hans tenía otros planes.
—Lo siento, mamá, pero hoy no puede acompañarte —repuso el padre, entrando en la cocina.
Rosa ni se molestó en apartar la vista de la bolsa de la colada.
—¿Y a ti quién te ha preguntado, Arschloch? Vamos, Liesel.
—Tiene que leer —insistió. Hans dedicó a Liesel una sonrisa resuelta y un guiño—. Conmigo. Le estoy enseñando. Vamos a ir al Amper, río arriba, donde suelo ensayar con el acordeón.
Ahora sí había captado su atención.
Rosa dejó la colada sobre la mesa y adoptó el grado conveniente de
cinismo.
—¿Qué has dicho?
—Creo que ya me has oído, Rosa. Rosa rió.
—¿Qué diablos vas a enseñarle tú? —Una sonrisa de cartulina. Un gancho directo de palabras—. Como si tú leyeras tan bien, Saukerl.
La cocina estaba a la expectativa. Hans lanzó un contragolpe.
—Ya llevaremos nosotros la plancha.
—Serás… —Se contuvo. Las palabras se agolparon en su boca mientras consideraba la situación—. Volved antes de que oscurezca.
—No podemos leer en la oscuridad, mamá —intervino Liesel.
—¿Qué has dicho, Saumensch?
—Nada, mamá.
Hans sonrió de oreja a oreja a la niña.
—El libro, la lija, el lapicero —ordenó— ¡y el acordeón! —gritó cuando ya había salido de la cocina.
Al cabo de unos minutos estaban en Himmelstrasse con las palabras, la música y la colada.
A medida que se acercaban a la tienda de frau Diller, iban volviendo la cabeza para ver si Rosa seguía vigilándolos junto a la cancela. Allí estaba.
—¡Liesel, lleva derecha esa ropa planchada! —le avisó desde lejos—. ¡No
me la vayas a arrugar!
—¡Sí, mamá!
Unos pasos después:
—Liesel, ¿no vas a tener frío?
—¿Qué dices?
—¡Saumensch dreckiges, tú nunca oyes nada! Que si no vas a tener frío.
¡Puede que luego refresque!
Al volver la esquina, Hans se agachó para atarse un zapato.
—Liesel, ¿te importaría liarme un cigarrillo? —le pidió. Nada podría haberla hecho más feliz.
Una vez que entregaron la ropa planchada, se dirigieron hacia el río Amper, que bordeaba la ciudad y seguía su camino en dirección a Dachau, el campo de concentración.
Había un puente de tablones.
Se sentaron sobre la hierba a unos treinta metros del puente, escribieron las palabras y las leyeron en voz alta, y cuando empezó a oscurecer Hans sacó el acordeón. Liesel lo escuchaba y, aunque lo miraba ensimismada, no advirtió de inmediato la perplejidad que esa noche se reflejaba en el rostro de su padre mientras tocaba.
EL ROSTRO DE SU PADRE
Vagaba y se hacía preguntas,
aunque sin encontrar ninguna respuesta.
Aún no.
Se apreciaba cierto cambio en Hans, si bien era casi imperceptible.
Liesel lo notó, aunque no fue hasta más tarde, cuando todas las historias
comenzaron a tomar forma. No se había fijado en que su padre adoptaba una
actitud vigilante mientras tocaba, porque ignoraba que el acordeón de Hans
Hubermann fuera una historia en sí. Una historia que llegaría al número treinta y tres de Himmelstrasse de madrugada, con los hombros arrugados y una chaqueta con tiritera. Llevaría consigo una maleta, un libro y dos preguntas. Una historia. Una historia después de otra historia. Una historia dentro de otra historia.
Por ahora, en lo concerniente a Liesel, sólo existía una y la disfrutaba. Se acomodó entre los largos brazos de hierba, tumbada de espaldas. Cerró los ojos y sus oídos abrazaron las notas.
Claro que, también tenían algún que otro problema. A veces Hans se contenía para no chillarle. «Vamos, Liesel —le decía—, pero si sabes esta palabra, ¡la sabes!» Justo cuando parecía que avanzaban a buen ritmo, algún obstáculo les obligaba a reducir la marcha.
Si hacía buen tiempo, por las tardes iban al Amper. Y si hacía mal día, bajaban al sótano. Sobre todo por Rosa. Al principio lo intentaron en la cocina, pero era imposible.
—Rosa, ¿podrías hacerme un favor? —le pidió Hans en una ocasión. Tranquilamente, sus palabras interrumpieron una de las frases de Rosa.
Esta apartó la mirada del fogón.
—¿Qué?
—Te lo pido. No, te lo ruego: ¿podrías cerrar la boca aunque sólo fueran
cinco minutos?
Ya te imaginas la reacción. Acabaron en el sótano.
Allí abajo no había luz, así que se llevaron la lámpara de queroseno y, poco a poco, entre el colegio y la casa, entre el río y el sótano, entre los buenos y los malos días, Liesel aprendía a leer y a escribir.
—Pronto leerás ese espantoso libro de sepultureros hasta con los ojos cerrados —la animaba su padre.
—Y me sacarán de la clase de los enanos.
Había pronunciado las palabras con cierta seriedad, como si le pertenecieran.
En una de las sesiones del sótano, Hans prescindió del papel de lija (que se le estaba acabando) y sacó un pincel. En casa de los Hubermann no podían permitirse muchos lujos, pero la pintura les sobraba a espuertas, y acabó siendo más que útil en el aprendizaje de Liesel. Hans decía una palabra y la niña tenía que deletrearla en voz alta y luego pintarla en la pared, siempre que la acertara.
Al cabo de un mes la pared había recibido una nueva capa de pintura. Una
página de cemento fresco.
Algunas noches, después de trabajar en el sótano, Liesel se encogía en la bañera y oía una y otra vez las mismas frases que llegaban desde la cocina.
—Apestas a tabaco y queroseno —rezongaba Rosa.
Sentada, sumergida en el agua, se imaginaba el aroma que se dibujaba en las ropas de su padre. Era, sobre todo, el de la amistad, un olor que también descubría en ella. Liesel lo adoraba. Lo aspiraba en su brazo y sonreía mientras el agua se enfriaba.
La campeona de los pesos pesados del patio del colegio
El verano de 1939 tenía prisa, o tal vez la tuviera Liesel. Se pasó todo el tiempo jugando al fútbol con Rudy y los demás niños en Himmelstrasse (un pasatiempo atemporal), repartiendo la ropa planchada por toda la ciudad con la madre y aprendiendo palabras. A los pocos días de empezar, se sentía como si ya se hubiera acabado.
Dos cosas ocurrieron en la última parte del año.
ENTRE SEPTIEMBRE
Y NOVIEMBRE DE 1939
1. Empieza la Segunda Guerra Mundial.
2. Liesel Meminger se convierte en la campeona de los pesos
pesados del patio del colegio.
Principios de septiembre.
En Molching hacía frío el día que empezó la guerra y aumentó mi volumen de trabajo.
En el mundo no se hablaba de otra cosa.
Los titulares de los periódicos se deleitaban con ello.
La voz del Führer clamaba en las radios alemanas. No nos rendiremos. No descansaremos. Venceremos. Ha llegado nuestra hora.
Se había iniciado la invasión alemana de Polonia y la gente se reunía en cualquier lugar para escuchar las noticias. Münchenstrasse, como otras muchas calles principales de Alemania, se animó con la guerra. Su olor, su voz. El racionamiento había empezado unos días antes —se lo esperaban— y ahora ya era oficial. Gran Bretaña y Francia habían declarado la guerra a Alemania. Apropiándome de una frase de Hans Hubermann:
Empieza la diversión.
camino a casa, recogió un periódico que alguien había abandonado y, en vez de detenerse para embutirlo entre los botes de pintura del carro, lo dobló y se lo metió debajo de la camisa. Cuando llegó a casa y lo sacó, el sudor había estampado la tinta sobre su piel. El diario acabó en la mesa, pero llevaba las noticias grabadas en el pecho, como un tatuaje. Se abrió la camisa y se miró bajo la tenue luz de la cocina.
—¿Qué pone? —preguntó Liesel, mirando los trazos negros de la piel y el periódico sobre la mesa.
—«Hitler toma Polonia» —contestó, y Hans Hubermann se desplomó en una silla—. Deutschland über Alles —musitó, pero en su voz no había ni un remoto rastro de patriotismo.
Ahí estaba otra vez esa cara: su cara de acordeón.
Había estallado una guerra.
Liesel pronto se encontraría envuelta en otra.
Casi un mes después de reemprender las clases en el colegio, la pasaron al curso que le tocaba. Tal vez creas que se debió a sus progresos en lectura, pero no fue así. A pesar de sus adelantos, seguía leyendo con dificultades. Las frases se desparramaban por todas partes. Las palabras le jugaban malas pasadas. El cambio de curso se debió a que el desarrollo de la clase de los pequeños se había empezado a ver afectado. Contestaba las preguntas dirigidas a otros niños y gritaba. Y alguna que otra vez había recibido en el pasillo lo que se conocía como un Watschen (pronunciado «varchen»).
DEFINICIÓN
Watschen = un buen azote
La profesora, que resultó ser una monja, la aceptó en su clase, la sentó en una silla a un lado y le dijo que se estuviera calladita. Desde el otro extremo, Rudy la miró y la saludó con la mano. Liesel le devolvió el saludo e intentó no sonreír.
En casa, el padre y ella ya tenían muy avanzada la lectura del Manual del sepulturero. Hacía un círculo alrededor de las palabras que no entendía y se las llevaba al sótano al día siguiente. Liesel creyó que sería suficiente. No fue suficiente.
A principios de noviembre, en el colegio les hicieron algunos exámenes para evaluar sus progresos. Uno de ellos se centraba en la capacidad lectora. Cada niño debía leer delante de toda la clase el párrafo que la profesora
los ojos. Una aureola circundaba a la monja, la hermana Maria, que parecía la Parca. (Por cierto, me gusta el concepto humano de la Parca. Me gusta lo de la guadaña. Me parece gracioso.)
En la clase, empezaron a decir los nombres al azar.
—Waldenheim, Lehmann, Steiner.
Todos se levantaban y leían según sus variadas competencias. Rudy era sorprendentemente bueno.
Liesel esperó sentada con una mezcla de emoción asfixiante y temor atroz durante todo el examen. Deseaba ponerse a prueba con todas sus fuerzas, descubrir de una vez por todas a qué ritmo avanzaba su aprendizaje. ¿Daría la talla? ¿Estaría a la altura de Rudy y los demás?
Cada vez que la hermana Maria miraba la lista, un manojo de nervios se tensaba alrededor de sus costillas. Había empezado en el estómago, pero se había ido abriendo paso hacia arriba y pronto le rodearía el cuello.
Cuando Tommy Müller finalizó su mediocre intervención, Liesel miró a su alrededor. Todo el mundo había leído. Sólo quedaba ella.
—Muy bien. —La hermana María asintió con la cabeza, repasando la lista—
. Ya estamos todos.
¿Qué?
—¡No!
Del fondo de la clase emergió una voz. Era la de un chico de pelo color
limón con huesudas rodillas que no dejaban de castañetear bajo el escritorio, enfundadas en unos pantalones.
—Hermana Maria, creo que se ha saltado a Liesel —la corrigió, levantando la mano.
La hermana Maria.
No parecía demasiado complacida.
Dejó caer la carpeta sobre la mesa que tenía delante y escudriñó a Rudy con resignada desaprobación. Casi melancólica. ¿Por qué, se lamentó, tenía que aguantar a Rudy Steiner? ¿Es que ese niño no podía tener la boca cerrada? Por amor de Dios, ¿por qué?
—No —contestó terminante. Su barriguilla se inclinó hacia delante junto con el resto del cuerpo—. Me temo que Liesel no puede hacerlo, Rudy. —La profesora la miró, buscando su aprobación—. Ya me leerá luego, aparte.
La niña se aclaró la garganta.
—Puedo hacerlo ahora, hermana —repuso Liesel con voz baja y desafiante.
práctica el bello arte infantil de la risa tonta.
A la hermana se le acabó la paciencia.
—¡No, no puedes…! ¿Qué estás haciendo?
Pues Liesel se había levantado y avanzaba lentamente, tiesa como un palo,
hacia el frente de la clase. Recogió el libro y lo abrió por una página al azar.
—Muy bien —accedió la hermana Maria—. ¿Quieres hacerlo? Hazlo.
—Sí, hermana.
Tras una breve mirada a Rudy, Liesel bajó los ojos y estudió la página. Cuando volvió a levantar la vista, primero vio la habitación hecha pedazos
y al instante recompuesta. Todos los niños estaban impresionados, justo ante
sus ojos, y en un momento de gloria se imaginó leyendo la página con total fluidez y sin cometer un solo error, triunfante.
PALABRA CLAVE
«Imaginó»
—¡Vamos, Liesel!
Rudy rompió el silencio.
La ladrona de libros volvió a mirar las letras. Vamos. Esta vez Rudy sólo musitó. Vamos, Liesel.
Sus latidos eran cada vez más fuertes. Las frases se desdibujaban.
De repente, la página blanca parecía escrita en otro idioma, y no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Ni siquiera podía distinguir las palabras.
Y el sol. Ese maldito sol. Irrumpió en la clase por la ventana —esquirlas de cristal se esparcieron por todas partes— e iluminó directamente a la impotente niña para gritarle en la cara: ¡Sabes robar libros, pero no sabes leer!
Se le ocurrió una solución.
Respira que te respira, empezó a leer, pero no el libro que tenía delante, sino un extracto del Manual del sepulturero. Capítulo tres: «En caso de nieve». Lo había memorizado al oír a su padre.
—En caso de nieve procure utilizar una buena pala —leyó—. Ha de cavar hondo, no se desanime. No hay forma de ahorrarse el trabajo. —Volvió a tomar un rebujo de aire—. Por descontado, siempre es más sencillo esperar a la hora más cálida del día, cuando…
Se acabó.
Le arrancaron el libro de las manos.
—Liesel, al pasillo —le ordenaron.
Mientras le propinaban un pequeño Watschen, tras la mano castigadora de
la hermana Maria oyó a los demás riéndose en clase. Los vio. Los niños
mundo se reía menos Rudy.
En el patio, siguieron mofándose de Liesel. Un chico llamado Ludwig
Schmeikl se acercó a ella con un libro.
—Eh, Liesel —la llamó—, no entiendo esta palabra, ¿podrías leérmela? —le pidió, y se echó a reír con una petulante risotada de diez años.
—Dummkopf, imbécil.
Se empezaban a formar nubes, gruesas y desmañadas, y unos niños corearon su nombre para hacerla rabiar.
—No les hagas caso —le aconsejó Rudy.
—Qué fácil es decirlo, tú no eres el tonto de la clase.
Hacia el final de la hora del patio, el recuento total de comentarios sumaba diecinueve. Al vigésimo, estalló. Fue Schmeikl, que había vuelto a por más.
—Vamos, Liesel. —Le metió el libro debajo de la nariz—. Échame una mano, anda.
Liesel se la echó, y bien echada.
Se levantó, cogió el libro, y mientras el chico volvía la cara para sonreír a los otros niños, Liesel lo empujó y le dio una patada con todas sus fuerzas en las inmediaciones de la ingle.
En fin, como ya imaginarás, Ludwig Schmeikl se retorció y, al hacerlo,
recibió un puñetazo en la oreja. Cuando cayó al suelo, lo abofeteó y arañó hasta que quedó anulado por una niña completamente consumida por la rabia. La piel del chico era cálida y suave, al contrario de los nudillos y las uñas de Liesel, dignos de temer a pesar de su tamaño.
—Saukerl. —También lo arañó con la voz—. Arschloch. ¿Por qué no me deletreas Arschloch?
Ay, cómo se apelotonaron las aborregadas nubes en el cielo. Grandes y gruesas nubes.
Oscuras y plomizas.
Tropezaban unas con otras. Se disculpaban. Continuaban adelante, abriéndose camino.
Los niños se apiñaron en un corro, rápidos como… Bueno, tan rápidos como
niños atraídos por la fuerza centrífuga de una pelea. Un mejunje de brazos y piernas, de gritos y ánimos fue espesándose a su alrededor para dar testimonio de cómo Liesel Meminger daba a Ludwig Schmeikl la paliza de su vida.
—¡Jesús, María y José! —se escandalizó una niña, lanzando un chillido—.
¡Va a matarlo!
Liesel no lo mató.
Pero estuvo a punto.
De hecho, lo único que probablemente la detuvo fue el espasmódico, patético y sonriente rostro de Tommy Müller. Todavía rebosante de adrenalina, Liesel lo atisbó sonriendo de manera tan absurda que lo tiró al suelo y también empezó a golpearlo.
—¡¿Qué estás haciendo?! —gritó el niño, y sólo entonces, después del tercer o cuarto bofetón y un hilillo de sangre que le salía de la nariz, Liesel se detuvo.
De rodillas, tomó aire y escuchó los lamentos que llegaban desde debajo de ella. Miró la amalgama de rostros, a izquierda y derecha.
No soy estúpida —sentenció. Nadie se lo discutió.
La pelea no se retomó hasta que todo el mundo volvió dentro y la hermana Maria vio en qué estado había quedado Ludwig Schmeikl. Rudy y otros cuantos fueron los primeros sobre los que recayeron las sospechas. Siempre estaban metiéndose los unos con los otros. «A ver esas manos», les ordenaron, pero todos las tenían limpias.
—Esto es increíble —masculló la hermana—, ¿dónde se ha visto?
Cuando Liesel dio un paso al frente y le enseñó las manos, allí estaba
Ludwig Schmeikl, ansiando que llegara ese momento.
—Al pasillo —le ordenó por segunda vez ese mismo día. De hecho, por segunda vez esa misma hora.
En esta ocasión, no le dio un pequeño Watschen. Ni siquiera uno de los medianos. En esta ocasión fue la madre de todos los Watschen, un azote tras otro, una vara que iba y venía, así que Liesel apenas pudo sentarse durante una semana. Y ya no se oyeron risas en clase, sino el mudo miedo de los que escuchan atentos.
Al final de ese día de colegio, Liesel volvió a casa acompañada de Rudy y los demás hijos de los Steiner. Al acercarse a Himmelstrasse, el cúmulo de desgracias se apoderó de ella: la lectura fallida del Manual del sepulturero, el desmembramiento de su familia, las pesadillas, las humillaciones de ese día… Se sentó en el bordillo y se echó a llorar. Todo se juntaba.
Rudy se detuvo y se quedó a su lado.
Empezó a llover con fuerza.
Kurt Steiner los llamó, pero ninguno de los dos se movió. Ella se quedó sentada, abrumada por el dolor, bajo los chuzos de punta que caían, y él, a su lado, esperando.
—¿Por qué tuvo que morirse? —preguntó, pero Rudy siguió sin hacer ni
decir nada.
Cuando Liesel dejó de llorar y se levantó, Rudy le pasó el brazo por el
hombro, como sólo lo hace el mejor amigo, y siguieron caminando. No hubo petición de beso ni nada por el estilo. Considéralo adorable, si te apetece.
Pero no me rompas los huevos.
Eso era lo que estaba pensando, aunque no se lo dijo a Liesel. Sólo se lo
confesó cerca de cuatro años después.
Por el momento, Rudy y Liesel caminaban por Himmelstrasse bajo la lluvia.
Él era el chalado que se había pintado de negro y había desafiado al mundo.
Ella, la ladrona de libros sin palabras.
Pero créeme, las palabras estaban de camino, y cuando llegaron, Liesel las sujetó entre las manos como si fueran nubes y las escurrió como si estuvieran empapadas de lluvia.
SEGUNDA PARTE
El hombre que se encogía de hombros
Presenta:
una niña oscura — el placer de los cigarrillos — una trotacalles
— correo sin dueño — el cumpleaños de Hitler — cien por cien puro sudor alemán — a las puertas del hurto — y un libro de fuego
Una niña oscura
KINFORMACIÓN ESTADÍSTICAJ Primer libro sustraído: 13 de enero de 1939. Segundo libro sustraído: 20 de abril de 1940. Intervalo entre los mencionados libros sustraídos:
463 días.
En cierto modo, fue el destino.
Verás, puede que la gente diga que la Alemania nazi se construyó sobre la base del antisemitismo, pero todo se habría quedado en nada si los alemanes no hubieran adorado una actividad en particular: la quema.
A los alemanes les encantaba quemar cosas: tiendas, sinagogas, Reichstags, casas, objetos personales, gente caída en desgracia y, por descontado, libros. Disfrutaban de una buena hoguera de libros, lo que proporcionaba a la gente interesada la oportunidad para conseguir ciertas publicaciones que, de otro modo, no habrían tenido. Como ya sabemos, una de las personas con esa clase de inclinaciones era una niñita esquelética llamada Liesel Meminger. Tuvo que esperar 463 días, pero valió la pena. Al final de una tarde llena de emociones, la belleza de la maldad, un tobillo ensangrentado y un sopapo propinado por una mano de confianza, Liesel Meminger consiguió con éxito su segunda historia: El hombre que se encogía de hombros. Era un libro azul con letras rojas en la portada y tenía un pequeño dibujo de un cucú debajo del título, también en rojo. Cuando pensaba en el pasado, Liesel no se avergonzaba de haberlo robado. Por el contrario, el orgullo era lo que más se parecía a lo que sentía en el estómago. La rabia y el odio enconado habían alimentado el deseo de robarlo. De hecho, el 20 de abril —el cumpleaños del Führer—, cuando rescató el libro de un humeante montón de cenizas, Liesel era una niña oscura.
La cuestión, por descontado, debería ser por qué.
¿Por qué estaba tan enfadada?
¿Qué había ocurrido en los últimos cuatro o cinco meses que justificara tal sentimiento?
En resumen, la respuesta iba de Himmelstrasse al Führer,