Prólogo
Las historias de Milia, un río y sus mariposas…
Hay historias que sólo pueden ser contadas, creadas o cantadas, por quien haya sufrido la misma ráfaga lacerante que éstas pretenden transmitir. Estos «Cuentos para tres mariposas» que hoy nos entrega Milia Gayoso son, en realidad, los retazos de una sola historia, de una sola, lacerante ráfaga que ha pasado y no termina de pasar, envolviendo a esta sensibilidad con sus estremecimientos. Probablemente no se trate de cuentos, como alguien dijo. Es lo que menos importa para ingresar a sus páginas y acceder a los murmullos inquietantes de vida que emanan de ellas. Además, estamos, por suerte, en un tiempo en que las fronteras y las delimitaciones estrechas van desapareciendo, en que los géneros artísticos dialogan entre sí, y en que los artistas juegan con las orillas y los lenguajes de los géneros.
Tal vez no sean cuentos, pero hay en ellos una atmósfera que valoriza de entrada estos retazos palpitantes. Y en ellos se descubren algunos signos que igualmente otorgan pleno sentido a esta experiencia de vida que se ha vuelto mirada, escritura y, finalmente, libro.
Estas historias, o trozos de historia de Milia, han nacido sobre el amor, por el amor y para el amor. Orillando a menudo la tragedia, revisando carencias y renuncias, grandes ausencias que la vida desparramó desordenadamente y siempre sin aviso, salvando milagrosamente -como ese niño que se salvó de las aguas crecidas- la piedad y la ternura. Hay por ello, a mi modesto entender, algo singular y tal vez desusado en estos textos: una reivindicación de la tristeza como materia primaria, misteriosa, con la que se gestan la vida y sus colores, los que nos lastiman y los que nos besan el alma.
Ésta es la atmósfera, la neblina original de la que nacen estas historias que buscarán inexcusablemente su significado final de amor, porque la vida es algo que se crea todos los días… como estas mismas historias, de las que no sabemos hasta dónde fueron vividas por Milia, hasta dónde fueron soñadas y hasta dónde fueron y siguen siendo creadas por ella. La autora desgranó estos textos con una economía que dejó varias ventajas, como el misterio que ha quedado flotando entre estos latidos desperdigados casi al azar.
Hay un río en el fondo de estas historias. Un río que trajo y se llevó muchas cosas, pero que está y estará siempre corriendo, cerca de nosotros. El río que une las dos partes del libro y todas las partes y todos los retazos de ésta, que tal vez sean los retazos de la novela que alguna vez escribirá Milia. El río de los recuerdos de la autora, pero también el río mítico, el río de la vida, el de las tragedias y el de los milagros. El río del amor, que muere y renace sin pausas sobre el dolor. Es un río que también se quiso hacer palabra, para tres mariposas y para nosotros. Lo demás es lo de menos, porque es tarea de un río que, por suerte, estuvo y está, esculpiendo, impenitente, el curso de la vida.
SUSY DELGADO
A MODO DE PRESENTACIÒN
Esquelita a mis borboletas
¿Qué les puedo decir mis pequeñas mariposas? Que preparé la mitad de este libro para ustedes, porque también fui pequeña y no comprendí muchas cosas que pasaron a mi alrededor, porque reí y lloré, porque jugué y trabajé, porque extrañé y fui feliz.
Porque me pasaron muchas cosas a la edad de ustedes: a los siete meses, a los dos años, a los seis…
Resumí para sus ojos trozos leves de una importante parte de mi vida. Quiero hablarles de historias diminutas pero fundamentales que han dejado huellas profundas en mi vida. Para que mañana sepan más cosas sobre mamá, que siempre anda tan apremiada de tiempo y no puede sentarse a contarles cosas que les gustaría escuchar. Además soy una pésima contadora de cuentos.
Ahora tal vez no podrán comprender muchas cosas de sus pequeñas vidas y lo que ocurre alrededor.
Pero más adelante sabrán, al leer estos pequeños cuentos, crónicas, relatos, o lo que sean, que todas las situaciones adversas se pueden convertir en momentos maravillosos e inolvidables.
Además, quiero dejar constancia de la inmensa alegría que le dan sus revoloteos a mi vida.
PARTE I
Pedazos de mí
La visita final
Nos despedimos en la orilla, al otro lado del río, con besos interminables entre los tres
Él no podía casarse con ella, a pesar del amor y de su estado. Estaban separados por diferencias sociales pronunciadas, por intereses diferentes, por los quince años de ella y los veinte y tantos de él. Pero no les importó y dejaron germinar la semillita. Él se quedó en su pequeña estancia en Rojas Silva y ella regresó con su madre hasta su pueblo.
Pero volvieron tres: yo entre ellas.
Abuelo se enojó mucho, primero. Pero se enterneció después. Venía el primer nieto… entonces, todas las desilusiones se acabaron y surgieron las ilusiones.
El no nos abandonó. No le permitieron casarse, pero no pudieron impedirle que nos quisiera, aunque sea a la distancia.
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Entonces era mayo. Casi al final del mes, con la ayuda de la partera doña Beneranda, llegué hasta mi puerto. Y conocí el amor. Las miradas de mis dulces viejitos sonrieron de gozo, y él vio reflejados sus ojos en los míos, sus labios, sus cabellos y su piel, su vida en mí. Y entre los dos el amor compró un leve pasaje de ida y vuelta.
No nos dejó tan solas. Entre viaje y viaje, y prohibiciones de vernos, continuaron las visitas. Nos llenaba de afecto y de regalos que a veces no encajaban en nuestra casa humilde y en nuestra manera sencilla de vivir.
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Mayo otra vez, y mi primer aniversario.
Por abril vino a vernos, a mimarme durante interminables horas. No quiso cruzar el río en balsa, sino en canoa para que el viaje durara más y tuviésemos más tiempo para estar juntos.
Abuelo nos llevó en su canoa para que pudiéramos acompañarlo hasta Piquete-Cué, donde él tomaría el colectivo hasta Asunción.
Abuelo remaba despacio, mientras iban conversando alegremente. Regordeta y traviesa, fui tirando al río todo lo que tenía en los bolsillos: bolígrafos, peine, pañuelo… Cuando mamá intentó detenerme, él le pidió que me dejara hacer lo que quisiera, porque era «su reina».
Nos despedimos en la orilla, al otro lado del río, con besos interminables entre los tres.
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Abril. Abril tan triste… Día 30. Yo cumplía once meses y ese mismo día unas balas asesinas se lo llevaron para siempre.
Una foto
Mi cara redonda como una toronja y sus ojos verdes que eran puro hechizo.
Vestido rojo y botas de lluvia. Cuatro años y mi peso sobre sus rodillas. La foto en blanco y negro debió ser descrita una y otra vez, para que fueran satisfechas mis curiosidades sobre el color de mi indumentaria. Piqué rojo. ¿Qué es piqué, mamá?
Seguramente llovió aquel día, por eso también él tenía botas de goma, pero altas y negras que le permitían entrar en el río para acomodar sus canoas. Olvidé preguntar por el color de las mías. ¿Serían las grises? ¿Las celestes? ¿La amarilla y roja? Posiblemente me hayan puesto la amarilla con patos rojos y un par de nubecitas sin color.
Los dos sonreíamos. Mi cara redonda como una toronja, y sus ojos verdes que eran puro hechizo. (¿Habrás dejado un rato tu trabajo para venir a mimarme abuelo?) Quizás llovía mucho y no había pasajeros. Me parece oler los buñuelos fritos bajo el galpón del fondo.
Puedo verla a ella sentada en su silleta más grande que la mía, con infinita paciencia dando vuelta una y otra vez a sus redondas bolitas de harina, huevo casero, azúcar y limón rallado, que luego bañará en azúcar morena y llevará a la mesa con su cafetera enlozada de color verde, exhalando el exquisito olor a cocido quemado.
Miro la foto y creo escuchar el golpeteo de las olas, en la costa del río y el salto de los peces festejando la caída de más agua. ¿Quién nos sacó la foto? Quizás algún fotógrafo viajero con su máquina vieja con manivela y caja oscura y misteriosa. ¿Quién me puso la ropa? Veo a mamá adolescente arreglándome el pelo y limpiando el barro de mis botas, para que no se viera en la foto.
E imagino a abuela corriendo desde el fondo a la sala, para ver a su «princesa» posando sobre el trono. Mirándonos con esa ternura tan honda que transmitían sus ojos, mirándonos feliz, mientras sus buñuelitos se quemaban en la paila.
La mariposa amarilla
Entonces escuché los aleteos…
Eran como las tres de alguna tarde de alguna primavera. Estaba desparramada en una silleta baja de madera, ahuecada en el fondo con tablas encontradas, hecha por abuelo de esa manera para que me fuera más cómoda.
Aún no sabía medirlo, pero en ese tiempo, durante su ausencia, hubiese ido y vuelto miles de veces al cielo. Los lápices de colores que me compró mi madre ya se habían gastado y también había acabado hacía mucho tiempo las grandes cantidades de chocolatada que me dejó de reserva. Y no volvía.
Estaba demasiado triste como para salir a jugar con Mercedes o Dominga, y me sentía demasiado lánguida para inventar juegos en solitario. Entonces pedí me dejaran lavar los cubiertos de la siesta, tarea que le correspondía a mi tía más joven. Yo sabía que ella estaba muy ocupada copiando las letras de sus canciones favoritas.
Entonces, encantada con la idea, Lucy preparó la latona de hojalata con jabón y los baldes con agua para el enjuague, y se fue complacida a continuar con sus copias y a escuchar el radioteatro que estaba por comenzar.
No tardé en descubrir que tampoco tenía ganas de lavar los platos. Estaba totalmente desganada. Escuché a Yayita preguntar por mí hacia el frente de la casa, pero me escondí para que no me vieran. Estaba presa de una angustia chiquitita que no me quería abandonar. Doblé el vientre sobre mis rodillas y me aferré a las anchas patas de mi silleta verde musgo.
Entonces sentí sus aleteos.
Una enorme mariposa amarilla, amarilla oro, brillante como el sol de diciembre, giró una y otra vez frente a mí durante largos minutos. Eso me levantó el ánimo y terminé de lavar los cubiertos que había enjabonado.
A la tardecita, cuando llegó la penúltima balsa que traía los autos y el colectivo que venían de la ciudad, me senté frente a la casa con abuela para ver si llegaba algún conocido o un cliente para su posada. «La Chaqueña» paró frente a la casa.
Desde la leve altura de mi silleta vi sus zapatos marrones acordonados, al estilo de botines. Luego su pantalón bombilla, después su blusa vaporosa, sus cabellos al viento… Me quedé quietecita sin saber qué hacer. Ella corrió hacia mí, entonces hundí entre sus brazos, que olían a «Ambré de Wateau», toda mi pena (demasiado grande para soportarla a los seis años) y todos mis deseos de verla durante tantos soles y lunas, tantas lunas y soles.
Después se volvió a ir, pero me quedó su aroma flotando entre mis cosas.
Desde aquella tarde, todas las mariposas amarillas que han revoloteado a mi paso o a mi alrededor, me han traído el anuncio de muchas alegrías.
Don Segundo
…fabricó un pilote del fino tronco
de un sauce llorón…
No importaban el sol, la lluvia o las olas bravas en los días de tormenta. Incluso muchas veces no importaron sus achaques si se trataba de hacerle un favor a alguien que estuviera más enfermo que él. Alguien que precisara con urgencia pasar al otro lado del río.
Fueron casi treinta años trabajando de pasero, transportando gente en su canoa desde Villa Hayes hasta Piquete Cué, o saliendo al paso de los barcos y lanchas que venían del norte y traían pasajeros.
Por aquella época aún no había sido construido el puente sobre el río, en Remanso, entonces el cruce del río Paraguay se hacía por balsa y por canoa. Las balsas «Villa Florida» y «Villa Hayes» hacían cruzar de una orilla a otra los automóviles, los «transganados» y los colectivos de pasajeros. Cumplían un horario que se prolongaba sólo hasta las ocho de la noche. Entonces, si de pronto alguien llegaba hasta el puerto de Villa Hayes y necesita pasar al otro lado esa misma noche, pagaba su tarifa, y el pasero, desafiando al sueño o al frío, cruzaba hacia Piquete Cué para «llamar a la balsa», que «dormía» allí hasta su primera salida a las cinco de la mañana.
Entonces, ésta, cobrando una tarifa especial, venía a buscar al pasajero que a veces era un estanciero, un militar o un «transganado» repleto de vacas mugientes.