Nadie Sabe – Elisabeth Bertrán Hohenlohe

A Etan Patz.

portada Nadie Sabe Y en memoria de mi madre, Elisabeth Hohenlohe, de la que tampoco he sabido demasiado.

«¿Qué es un fantasma? Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres».

«Es preciso preferir lo imposible que es verosímil a lo posible que es increíble».

Aristóteles

 «No se pueden crear personajes sino después de haber estudiado mucho a los hombres, como no se puede hablar una lengua sino a condición de haberla aprendido seriamente. Como no he llegado aún a la edad de inventor, me limito a relatar».

 

A. Dumas. La dama de las Camelias

 

Epígrafe

 Antes de que la vida me cambie definitivamente, voy a intentar transcribir estas páginas, fragmentos de diarios, con la objeti- vidad que da la distancia: el resumen de una realidad sin pruebas.

Esta es una tarea que empecé hace tiempo con Zico pero aquella labor en común duró poco. Entonces intenté continuar sola pero lo tuve que dejar: en ese momento la historia me afectaba demasiado. Hoy quizás lo pueda hacer, con la distancia del tiempo.

Cuando reuní estos papeles me di cuenta, una vez más, de que los hechos, se cuenten como se cuenten, parecen imposibles. En aquellos días, que ya se pierden en el olvido, nos envolvió la aventura con una naturalidad incomprensible.  Hoy, ni nosotros mismos somos capaces de verlo como un hecho corriente. Pero, ¿tuvo sentido? Los demás, con frecuencia, nos juzgan con dureza y hasta nosotros vacilamos y ¿somos capaces de juzgarnos a nosotros mismos? No lo sé. La verdad es que no veo la necesidad, puesto que hay gestos que se hacen por instinto y cualquier planteamiento racional en este caso no sólo no tiene cabida, sino además, no lo hubiera hecho posible. Las cosas, al fin y al cabo, tienen diferentes caras: depende de quién las cuente.

Nuestra historia podrá ser interpretada de mil maneras, pero no quiere decir que no se oculte en ella una verdad, verdad irreversible tal vez: su verdad, o quizás la nuestra.

Uno

 Empecé a notar cenizas sobre mi cabeza. Pensando en un vol- cán en erupción, comprendo que únicamente es el despertar de El Cairo. En la baranda de mi azotea un fuerte olor a in- cienso y canela me recuerda, una vez más, que he vuelto a casa. Los gatos maúllan, gritan los vecinos y allá abajo, en la calle, todos parecen desplazarse  arrastrados por un frenesí histérico.  Y desde aquí, desde lo alto, admiro esta paradoja de tumulto y calma.

Esta mañana me he levantado débil y estoy despierta sólo porque noté los primeros rayos de sol sobre mi cara. Es do- mingo. Suena el teléfono y al otro lado del hilo está María, la hermana de Zico. Me habla con su voz plácida, con ese acento castellano anglo-andaluz. Su hermano está en El Cairo —me dice— y quiere verme.

—¿Quedamos en Fishawi, al pie del hotel Hussein? —Le sugiero.

Cuelgo y vuelvo afuera.

Una densa nube de polvo envuelve la ciudad y la tiñe de un gris rosado permanente: quebradizo y sensual. El Cairo.

¿Zico?, qué extraño, ¿qué hará aquí? Observo ausente esta ciudad entre palmeras, minaretes sublimes, tejados y escombros que yacen entre la muchedumbre.

En mi cuarto suenan los Beatles. Enciendo el ventilador de techo y vuelvo a echarme sobre la cama. Al cerrar los ojos me viene un aroma ligero de las mimosas que traje de nuestra vieja casa de Alejandría. Siempre que pienso en ella siento nostalgia y, como una ráfaga, llega el placer. El bebé del vecino no cesa de llorar. Y cuando  cese, será su padre el que me espíe por ese pe- queño agujero entre las dos barandas. Todo aquí está un poco descuidado.  Hay en las paredes añil rastros  de humedades y golpes, el sofá está lleno de polvo y las cucarachas crecen en el pequeño cuarto de baño. Sólo los cuadros permanecen intactos. Y los discos, con su pelusa que gira y gira. Pero estas cosas son las mías, también la casa, y aquí me siento invulnerable.

Me levanto con cierta pereza y en ese momento  llama mi her- mano Zade. Propone que vayamos juntos a la casa de la playa. Me parece una idea estupenda. De la mesilla de noche recojo mi cruz copta unida a una fina cadena de oro. La coloco alrededor del cue- llo y abro el armario. Hoy iré vestida de negro; tal vez esta sea la mejor manera de pasar inadvertida en la parte antigua de la ciudad, donde todo el mundo me mira. Mi pelo rubio y mis ojos azules son aquí extraños, casi mágicos. Meto unas cuantas libras arrugadas en el bolsillo y siento el olor particular de los billetes que evocan el barrio y el burdel. Salgo y cierro la puerta con dos llaves.

Ramses Street en estos momentos es como una tormenta: el tráfico acompaña la excitación callejera con un rugir de claxon constante.

Welcome, Welcome —me gritan al pasar. Es sin duda como si caminara con un dólar pegado a la frente.

Al ver que les contesto en árabe, me miran con asombro. La verdad es que no tienen por qué saber que siempre he vivido aquí.

Las calles, a estas horas, están repletas de gente; dejo las principales y serpenteo a través de las callejuelas que poco a poco se convertirán en un laberinto. Mientras paseo siempre me invaden pensamientos. Las ideas vienen y van desordena- das; percibo como Zico, ese hombre del que sólo conozco la voz, me observa desde un lugar incierto, sin conocerme, sin verme.

Pesa el sol. Aquí la vida es sed y calor. Camino aminorando el paso. Despacio y por la sombra. Quiero acercarme a la plaza del Azahar, a ese fumadero próximo a la mezquita, como hacía antes. Al tragar saliva siento el sabor de metal. Me aproximo a un grifo para refrescarme las muñecas y la nuca, el agua está templada, pero parece lo único vivo en este rincón polvoriento: se desliza por mis manos, arrastra la suciedad y cuando alcanza el suelo ya es negra. Camino un poco más y entro en el fuma- dero. Aquí el tiempo está detenido. Los ventiladores perezosos irrumpen en el lento y pesado revolotear de las moscas. Alguien me toca el hombro por detrás y atónita reconozco a Ahmed, el antiguo jardinero de nuestra casa en Alejandría. Me golpean los recuerdos: sus pequeños e intensos ojos y todas esas esposas que abandonaba cada vez que le daban un hijo. Tiene todavía buen aspecto aunque siempre lo recuerdo viejo. Parece tímido tal vez porque lo he descubierto aquí o quizás por encontrarme en este lugar de hombres. Yo conozco los vetos, pero mi herma- no Zade me enseñó a que no me importaran. Ahmed me habla del jardín de la casa. Lo echo de menos —dice— aquí, en El Cairo, lo único que hago es pasear o jugar al dominó. Después me hace una señal para que tome asiento junto a él en una mesa pequeña de mármol blanco. El lugar, como todos los fumaderos de opio, está inmaculado. El olor, dulce y amargo empuja hacia la dejadez y el sueño. Entra un niño corriendo y lo echan a patadas. Un tuerto escupe con desgana sobre las baldosas mien- tras aprovecha los últimos sorbos del té con opio que circula de mano en mano. Nosotros pedimos un té corriente. Yo no tomo drogas, pero me dejo llevar con placer por la apatía general. Lle- ga un rumor de la calle, cercano y obsesivo: redoblan los tam- bores. Me despido de Ahmed y desaparezco por una pequeña puerta lateral. Salgo a la calle en busca de aire.

Camino respirando con la boca cerrada tratando de inhalar una civilización entera: polución, orina, barro y sudor, incienso, canela, y aceites en ebullición.  Y también el gesto de las cosas. Todas.

¿Quién es realmente Zico?, ¿será el hermano mayor de Ma- ría? Alguien me ha hablado de otro alguna vez.

Cae la tarde. Oigo el cántico del muecín que llama a la oración a través de los altavoces del minarete de la mezquita de Al Hus- sein. Más que en ningún otro sitio de la ciudad aquí el desamparo está latente. Nunca dejará de sorprenderme su continua y ver- tiginosa actividad. Aquí la multitud se apelotona, se entrecruza: viejos y jóvenes, pero la mayor parte son niños. Un grupo mira la televisión  en mitad de la calle. La película parece,  como todo en Egipto, disparatada: el protagonista es un hombre vestido de mujer y no hace más que quitarse y ponerse una peluca como si quisiera descubrir y disfrazar su identidad. Los niños imitan a los actores. Aplauden y gritan. Atraviesa la plaza un joven galo- pando a pelo sobre un caballo color canela, me aparto a su paso y a mi lado una niña de unos seis años se protege detrás mío. Con los tacones de su madre apenas puede caminar. De pronto, como una ráfaga, percibo un aroma suave de perfumes naturales que desprende un grupo de mujeres altivas; siempre coquetas, ocultas tras el velo sus facciones, ejercen una seducción oscura. Estoy convencida de que María no va a venir con su hermano. Hoy, en domingo, y con cuatro niños pequeños, imposible.

Me acerco al hotel Hussein y Mustafah, el dueño, apoyado en la puerta, me reconoce y me saluda con una gran sonrisa.

—¿Dónde vive ahora? —pregunta— ¿En América, en Eu- ropa?

Veo que se está modernizando, ahora va vestido de oc- cidental.

—¿Cuándo va a venir a visitarnos con sus amigos? —añade con su amplia sonrisa.

—Pronto.

—Inshallah.

Miro la recepción donde todo parece igual: los sofás de skai, el teléfono de clavijas que nunca funciona, esas criadas tan des- aliñadas y el olor penetrante a carne frita y algo descompuesta.

—Y que no sea en Ramadán ni en Carnaval, si no quiere encontrar el hotel lleno y causarme problemas —me dice con cierta ironía.

Entro en el café del hotel. Lo llaman Fishawi. Es uno de mis lugares preferidos porque aquí se conocieron mis padres. Me

lo contaron tantas veces que puedo verles como una imagen detenida en el tiempo. Ellos hablaban del azar. Pero yo siempre he creído que las casualidades no existen.

Interrumpiendo un laberinto de paredes despintadas y puer- tas abiertas, en medio de un pequeño infierno ruidoso y pol- voriento, se encuentra el café. Encima de la entrada principal hay un cocodrilo  disecado apenas visible, oculto tras una espesa capa de polvo, dicen que desde hace más de doscientos años.

Cuatro niños pequeños lo miran sobrecogidos. Quieren asustarlo, pero no lo logran y se abrazan una y otra vez excita- dos. De las paredes cuelgan espejos manchados por el tiempo. Y, tras la barra, un fuerte olor a té de menta. Afuera, algunas mesas rectangulares de hierro y otras redondas de cobre; me acerco a la única libre y me siento.

Son las dos menos cuarto. Me pregunto si seré capaz de reconocer a Zico. Pero dada la hora, también cabe la posibilidad de que haya estado aquí ya, y se haya ido.

La tarde parece mas agitada de lo normal: los niños vienen a mi mesa y me piden lápices. Van manchados de barro. Todos a mi alrededor gritan sin cesar, mientras las moscas revolotean alrededor de sus ojos.

El té que me acaban de traer está más fuerte que nunca. Lo bebo y su amargor se me sube a la cabeza.

Un hombre joven se sienta en la mesa contigua a la mía. Con exagerada dejadez se deja caer sobre su silla y permanece quieto. Percibo algo familiar.

¿Zico? —le pregunto casi sin pensar.

Dos

Está hundido en la silla como un vaquero americano, con la decadente arrogancia de un aristócrata. Bajo la mirada a los pies y veo que lleva botas picudas de ante color malva. La cicatriz que tengo yo en el pómulo, la tiene él un poco más visible en el puente de la nariz. Gira la cabeza  en mi dirección y se aparta el pelo rubio y desordenado, como para verme mejor.

—Me confundí de sitio… estaba en un café… de la plaza

—me dice Zico al tiempo que enciende un cigarrillo sin filtro.

—Este sitio es interesante —añade mientras observa a su alre- dedor con detenimiento, —el ambiente recuerda a los cafés de París… Ahora parece ausente.

En uno de los únicos bancos de madera del café está sen- tada una mujer sin edad, vestida de encajes. Tiene los ojos cu- biertos de una espesa capa de khool y los dedos de anillos de piedras. En la mano izquierda lleva un pequeño rosario de mar- fil que mueve entre el índice y el pulgar, mientras no cesa de rezar. Tal vez si mi madre hubiera llegado a vieja, habría sido como esta mujer.

—Más bien parece un café de conspiradores —Le digo. La frase me sale agresiva; empiezo a estar un poco cansada del calor y del día y me molesta su indiferencia.

De debajo de sus pies alcanza un viejo bolso y saca una Nikon que parece haber recorrido medio mundo. Quita la tapa del objetivo y mira a través de él.

—Sí, es un café con cierto pasado —le digo después de un largo intervalo.

Ante esta declaración me mira. Sus ojos tienen el atractivo salvaje de un ave de rapiña, su rostro, la firmeza de quien ha vivido con intensidad y va por la vida sin rodeos.

—Dicen que es el café más antiguo del mundo y que aquí Agatha Christie escribió La muerte en el Nilo —añado con el tono rutinario de una guía de turismo.

Abre el bolso y saca un abanico español. Sujetándolo con el puño cerrado, dobla la muñeca hacia atrás, con soltura de ex- perto. Lo observa por un instante y luego, con un gesto brusco, lo vuelve a cerrar.

—¡Qué buena idea! —exclamo— ¡perfecto para este país!, quita el calor y ahuyenta las moscas al mismo tiempo.

Zico sonríe.

Hablamos largo rato sobre España y me cuenta que, como yo, ha vivido un tiempo de niño en Barcelona y que su familia sigue teniendo una casa en el Ampurdán. Me habla de Nueva York.

—Lo que me acabas de contar sobre Agatha Christie… —aña- de pensativo— sí, me encantaría poder escribir, pero lo malo es que hablo tantas lenguas que al final no hablo ninguna bien.

—Eso tal vez sea una ventaja —le digo.

Et trés souvant tout le contraire my dear, por eso me dedico a la pintura, a la de los demás, claro, yo la vendo. Aun- que aquí he venido a hacer un reportaje fotográfico.

—Yo también espero venderla cuando acabe mis estudios. Me mira con aprobación.

—El día que hablé contigo por teléfono en Nueva York el invierno pasado… —me menciona de pronto, como queriéndo- se salir del contexto. —Esa llamada… la verdad es qué no me acuerdo ni de que hablamos…

Zico se pasa la mano por el pelo y después se aclara la voz cruzando las piernas.

Me mira sin verme, con la mirada centrada en el pensa- miento. Luego se rasca la nariz como un niño pequeño y sonríe con una dentadura perfecta y blanca.

—¿Un café? —dice mientras se levanta.

Camina con paso decidido, entra en el lugar como si lo co- nociera de siempre, vuelve a salir y desaparece.  Irá a comprar tabaco.

Momentos mas tarde vuelve y se acerca a la mesa a grandes zancadas. El pelo lo tiene mojado y parece más limpio y aseado que antes.

Al ver que le miro con extrañeza me dice:

—La imagen del barbero y su sillón en mitad de la calle me ha parecido sugerente…

Trae dos bocadillos de falafel y las manos llenas de grasa.

—Me han querido timar y me he peleado con ellos —dice.

—¡Bienvenido a Egipto! —le digo riéndome.

—Creo que me está empezando a doler un poco el estómago

—comenta, después de un breve silencio, con una mueca de dolor.

—La verdad es que no hay estómago que resista los prime- ros días en Egipto.

Sin embargo, hay un viejito que tiene una casa de perfumes a la vuelta de la esquina y si le conquistas con una sonrisa qui- zás te fabrique una poción mágica contra el dolor.

¡Great! —contesta divertido.

—Mi hermana  María —me dice repentinamente— es una de las personas a las que estoy más unido. Pero el otro día, cuando la telefoneé, hacía seis meses que no hablaba con ella y la tipa me anuncia que tiene que irse pitando a llevar a los niños al colegio… ¿Dónde está la anarquía? —se detiene y me mira sonriente.

Se nos acerca un viejo a pedirnos dinero. Zico alcanza su y le da todas las monedas que encuentra. Luego me mira, anali- zándome con minuciosidad.

—¿Pero tú… realmente de dónde eres? —me pregunta re- pentinamente.

—De todas partes y de ninguna.

—¿Naciste aquí?

—No, en Barcelona, pero destinaron a mi padre a El Cai- ro cuando yo tenía seis años. El resto es aún más complicado. Mi padre es italiano, mi madre austríaca y mi abuelo paterno árabe.

Zico me observa divertido.

—¿Vaya lío no? —la verdad es que estoy aburrida de tener

que contar siempre la misma historia, creo que a partir de ahora me voy a empezar a inventar algo más sencillo.

—Todo esto me suena muy conocido —with me it’s the same.

En ese momento se nos acerca el limpiabotas, me arranca la bota del pie izquierdo y se dispone a limpiarla. Bajo el turbante sucio tiene un rostro serio y contenido.

—¿Cómo puedes usar esas botas con este calor? — pregun- ta Zico con asombro.

—Serpientes…

—¿En El Cairo?

—No, no… Es que posiblemente salga de la ciudad al atar- decer.

Zico se limpia el sudor de la frente con la manga de su ca- misa de seda cruda.

—¡God! este calor es infernal. Todo me da sed.

—¡Has elegido un mes suicida para viajar por Egipto!— le digo.

—Sí, me he equivocado totalmente —contesta— pero uno siempre piensa que va a poder soportar el calor cuando viene de una ciudad tan fría como Nueva York.

Mientras dice esto, inhala con fuerza el final de un cigarrillo

«Cleopatra» que probablemente se acaba de comprar. Lo sos- tiene con firmeza entre los dedos. Tiene unas manos anchas, muy parecidas a las mías, solo que con las uñas mordidas y te- ñidas de tabaco.

El almuecín canta.

—Tienen las voces más potentes del mundo —comento.

—Me recuerda a las saetas de Andalucía. ¿Qué hacéis aquí después de comer? pregunta observando alrededor como que- riendo adivinar.

Era la hora en que los niños juegan alborotando en la calle.

—¿Has estado en las pirámides? —le pregunto.

Darling, acabo de aterrizar —exclama  con una amplia sonrisa.

Alcanza otro cigarrillo y lo enciende con un mechero de pla- ta elegante pero castigado por el uso.

—Pues si vas, sugiero que lo hagas por la mañana, antes de que salga el sol, a las tres o las cuatro.

—Entonces mejor antes de acostarme —dice riéndose. ¿Por qué no vienes tu también? —añade.

—Tal vez, pero no creo que vaya a tener tiempo.

—El tiempo nunca se tiene, has de buscártelo —contesta. Le pido el cuarto café de la tarde y me voy, después de que-

dar vagamente con él un día de estos en El Cairo o en España más adelante. El sol empieza a desaparecer, pero el calor sigue siendo sofocante. Al llegar a casa llamo a Zade y le digo que pienso quedarme unos días más en El Cairo y que quizás me reúna con él más tarde.

Esa misma noche me siento en la terraza para observar  el continuo  fluir de gentes que pasan por debajo de mi ventana. Hoy la luna está llena. Observo su silencio. Aunque la temperatura se hace agobiante permanezco largo rato fuera; esta pequeña baran- da es el único lugar de refugio e intimidad. Esta noche, como otras tantas noches de luna, me cuesta mucho conciliar el sueño.

Dos semanas más tarde sigo en El Cairo. Hablo con Zade de vez en cuando pero de momento no me puedo mover de aquí. Un día recibo un sobre procedente de Italia. La letra me es des- conocida. Lo abro y encuentro una horrible postal de un campo de girasoles. Después, en el reverso, descubro  la firma de Zico. Me cuenta que no podrá ir a España y que siente no haberme visto más. Guardo la postal en la agenda para llevarla conmigo.

Zade acaba de volver de Alejandría, algo decepcionado de que no haya aparecido, y no hace más que contarme historias del mar. No sé lo que me ha retenido aquí tanto tiempo, pero ya es hora de moverme. Y aunque sea sin él, creo que pronto iré a la casa de la playa.