Afinidades Furtivas – Lourdes Talavera

Afinidades-furtivasAfinidades Furtivas – Relatos enhebrados es el título y Lourdes Talavera enhebra en este volumen que pone a nuestro conocimiento una serie de cuentos muy interesantes. Cuando comentamos una obra a veces, como en este caso, resulta un tanto complicado encontrar el calificativo preciso, y corremos el riesgo de que el elegido no refleje la totalidad del pensamiento que deseamos exponer. Quizás interesantes no sea suficientemente claro. Trataré, por lo tanto, de explicarme.

Hallo en los relatos de Lourdes un denominador común: las dudas acuciantes que genera la existencia, esa vida que nos obliga, al decir de Ortega, a tener que decidir a cada instante. Con una visión incisiva, me atrevería a decir despiadada, la autora expresa el sabor amargo de la constatación de que sin darnos cuenta, día a día tal como gotea el contenido de un vaso perforado, la vida se nos pasa, la existencia se realiza y desapercibidamente, aunque se tuviera todo programado y fueran cosas muy distintas las previstas, la realidad se realiza (y esto es mucho más que un hueco juego de palabras).

Esas dudas y temores, ese aparentemente fuerte deseo de fijar parámetros y roles en la existencia que por ser compartida exige y otorga protagonismos, los expone la autora recurriendo a una variada sucesión de temas. En efecto, los temas escogidos para estos cuentos enhebrados recorren un amplio espectro (sin dar cabida a la timidez o al temor) y Lourdes los encara abiertamente, quiero decir bien de frente, sin excusas. Con un matiz que deja entrever nublados misterios cuando lo cree conveniente, o con una rudeza desprovista de engañosas suavidades, o con la fresca y llana exposición de lo contado cuando así lo prefiere, nos adentramos en ese mundo de Afinidades Furtivas en el cual muchas son las historias, muchas las anécdotas, muchas las realidades que la ficción nos presenta, pero sobre ellas campea esa idea que nos permite adentrarnos un poco más en “nuestras interioridades”, al decir de aquel entusiasta analista de Octavio Paz cuando analizaba su “otredad”.

No me veo empujado, y me place, a recorrer el trillado camino de la literatura femenina o el matiz profesional que se aprecia en su texto porque opino que cuando lo que analizamos es bueno con tranquilidad podemos hablar de la literatura que es una, buena o mala, y nada más.

Estos relatos la autora los enhebra utilizando la narración en primera persona y es muy interesante constatar que sortea felizmente los riesgos y se libra de caer en un intimismo sin sustancia. Pienso que una de las cosas más sabrosas del libro es la habilidad que muestra Lourdes al estructurar esas “primeras personas” tan convincentes, trabajadamente expuestas y que permiten constatar de manera verosímil la dolorosa vulnerabilidad de las personas cuando “la vida se les viene encima”, tal como observamos, por ejemplo, en “En la sierra nieva en Navidad”. La resolución del cuento sucede espontáneamente, desapercibidamente, tan desapercibidamente como se le pasa la vida a la protagonista, deján-donos a nosotros, mudos espectadores de esa realidad a la que fuimos convidados, con el sabor entre dulce y amargo de la constatación, sin sobresaltos, del cumplimiento ineludible del paso sin pausa del día a día.

La estrategia narrativa que Lourdes utiliza exige la plena participación del lector y digo plena participación intencionalmente, porque se sabe que cualquier expresión escrita necesita la comprensión que es un esfuerzo del lector, pero en este caso me refiero a una labor deductiva, sumamente placentera, a un trabajo de interpretación de las pistas y señales que la autora en su texto nos va entregando dosificadamente, como quien no quiere la cosa, armando el universo de ficción. Un ejemplo claro de lo que digo lo tenemos, entre otros, en el cuento “Ladran los perros”, en el que a partir de lo que la narradora percibió en un principio vamos descubriendo y conociendo la verdad.

La cuestión se torna mucho más sabrosa cuando nos percatamos de que lo que nosotros supimos en un principio no fue en realidad lo que percibió la narradora sino lo que creyó percibir, y allí la cuestión se enriquece. A partir de entonces comenzamos a conocer a los personajes, sus avatares y, por fin, sabemos lo que pasó.

Esa misma lúdica propuesta de partici-pación se aprecia en los cuentos que se resuelven con una sugerencia (“La búsqueda”, por ejemplo), en los que no se incluye la expresión taxativa que facilitaría enormemente la com-prensión pero que, sin duda, le restaría esa contundencia que es posible conseguir con el hábil ejercicio del arte que utiliza como herramienta la palabra, la literatura.

Expuse algunas cosas que me llamaron la atención de este libro que hoy Lourdes nos propone, y quedan en el tintero muchas otras. Me parece muy gratificante que sus relatos se encuadren en la corriente renovadora del cuento emparentado tan estrechamente con el relato, ganando mucha libertad al independizarse de aquella estructura obligatoria de los finales con sorpresa, y etcétera, que, todo parece indicarlo, va quedando relegada.

Luis Hernáez

   Índice

 1.    El desalojo……………………………………………….

2.    Los laberintos del dolor……………………………..

3.    La danza de las palomas…………………………….

4.    Joaquina…………………………………………………..

5.    Ladran los perros………………………………………

6.    Afinidades furtivas……………………………………

7.    A ninguna parte………………………………..

8.    El encuentro…………………………………….

9.    Regreso al hogar……………………………………….

10.  En la sierra nieva en Navidad……………………..

11.  La búsqueda…………………………………………….

12.       Un amor para Tomás

El desalojo

 A Tobías

 Los rayos perezosos del sol se colaban entre las ramas de los árboles, el fresco del amanecer era sumamente agradable. Ramón Brítez se acomodó en el asiento del jeep mientras el chofer conducía tranquilo. La espesura del pasto que alimentaba a las vacas, a la vera del camino, le trajo recuerdos de su infancia. La chacra fue el espacio donde tanteó sus primeros pasos, recordó a su madre llevando el tereré rupa (1) a su padre.

Trabajaban denodadamente, el sudor se mezclaba con el polvo; y en la época de la cosecha del algodón, desde el más pequeño al más anciano de la casa se ataba una bolsa a la cintura y colaboraba en la recolección de los blancos copos, que daban una bonanza a la escuálida economía familiar.

Ramón completó sus estudios en su comunidad y luego fue a vivir con su tío a la capital; fue un alumno aventajado, por eso, logró ingresar a la academia de policía y a la facultad de derecho. Hoy, a cargo del destacamento norte, estaba conceptuado como un respetable defensor de la ley, rasgo poco común entre sus camaradas. Chéverõ g˜uarã, chokokue kuéra imbarete hikuái ko’ápe. (2) –le dice su chofer.

Asiente con la cabeza y sigue ensimismado en sus pensamientos.

La lucha por la tierra es por la vida. La explotación y la proletarización de los campesinos es una realidad en la sociedad actual, había oído concluir a alguien en un análisis sobre el tema, en la televisión. Ekiri˜ri˜na nde bolche, (3) había sentenciado mecánicamente en su mente, en dicha ocasión.

Su padre era un campesino que se identificaba con el trabajo y la tierra que pisaba.

Aquella era para él su seguridad personal y familiar, allí se desarrollaba su relación comunitaria y con el mundo.

Cuando los invasores de predios se resistían a abandonar la tierra tomada, se le asemejaba a Ramón, una lucha contra la muerte, y por lo tanto a pesar se revelaba a aceptar la idea, eso representaba la defensa del derecho fundamental del hombre. Aunque en su fuero interno, se resistía a la reflexión de que la reforma agraria es una bandera y un movimiento concreto para el desarrollo de un país agrícola.

De este modo discurrían sus pensamientos al filo de la impensada izquierda; si eres hijo de campesino, cómo renegar de tus orígenes, le reclamaba su conciencia. Su madre siempre comentaba el nacimiento de Ramón. La mayoría de las veces, se sentía privilegiado. Solamente había algo que le desagradaba y era integrar la comitiva judicial y efectivizar el abandono de los asentamientos. Mirar cada rostro curtido por el sol le confrontaba con el semblante cubierto de arrugas de su padre y hermanos mayores prematuramente envejecidos. Los niños descalzos y sorbiéndose los mocos formaban parte del paisaje en el invierno. Las mujeres con sus vientres abultados o amamantando a los más pequeños le producían un sentimiento paradójico. Creía que lo que ocurre sólo puede venir de lo que se haya hecho, porque cada quien es responsable de lo que se llama destino; sin embargo, intuía un mundo distinto al que veía, para aquellos desheredados en su patria.

Su casa no había sido eso, exactamente, sino un rancho kulata jovái, (4) fresco en el verano y abrigado por los leños encendidos en el fogón de la cocina, en el invierno. Su madre se levantaba antes del amanecer para tomar mate con su padre, y luego preparar el desayuno.

Siempre hacendosa, cuidaba de la huerta y del gallinero; también se ocupaba de hacer quesos que luego los vendía en el pueblo, y ayudaba para la compra de las provistas en el almacén de don Dionisio. Él la ayudaba en dichas tareas, y eran momentos donde intercambiaban anécdotas; ella le contó por ejemplo, por qué eligió llamarlo Ramón. La razón era simple y llana: su madre había pedido la intercesión del santo durante el parto. Ha’e oñangareko cherehe,(5) decía convencida de su certeza.

El paraje estaba rebosante de cultivos; las plantaciones de mandioca, porotos y maíz evidenciaban la pujanza de la colonia. Sin embargo, los propietarios legítimos habían ganado el litigio, y no les importaba la escuela, el oratorio ni el puesto de salud.

Un malestar aquejaba a Ramón; a su llegada al núcleo de la población, percibió el humo que se levantaba desde el techo del centro comunitario. Sintió un ligero escalofrío cuando vio al fiscal acompañado de las fuerzas especiales. Para amedrentar a los pobladores habían quemado su sitio de reunión. Los líderes deliberaban y no pretendían acatar la orden judicial. Las mujeres y los niños miraban con temor, sin la posibilidad de resistencia ante lo que acontecía. El fiscal se mostraba implacable, instando a los pobladores a juntar lo más imprescindible de sus cosas y abandonar, de manera pacífica, la colonia y evitar enfrentamientos innecesarios. La tierra es de quien la trabaja. Ésta le pareció a Ramón una sentencia justa, pero sus labios permanecían sellados.

Una mujer que gritaba, rompió en llantos que luego parecieron alaridos. El joven maestro pedía: ¡aníke pepoko mitãnguérarehe! (6) Era una exigencia para que se respetara a los niños.

Las fuerzas de represión blandían amenazantes sus garrotes y armas, mientras Ramón se contenía para no expresar su descontento e impotencia.

Vio el desalojo de cada uno de los ranchos, y amontonarse a la intemperie las escasas pertenencias de sus dueños.

Le habían comentado que en este asenta-miento estaban afincadas más de doscientas cincuenta familias, que al principio sortearon las horas con el vacío de sus estómagos y la inclemencia del clima, debido a la falta de alimentos y la precariedad de su campamento. Cultivaron el suelo como alternativa de sobrevivencia. Ramón tenía, delante de él, a los niños llorando sin consuelo y a sus madres suplicando una tregua a la violencia. Miró y vio, con ojos incrédulos, el cuadro de la desolación. Por primera vez en su vida, se calificó de sentimental; los años lo estaban ablandando.

Recordó a su madre amamantando a su hermanito, zurciendo sus ropas, dando de comer a las gallinas; ahora experimentaba un dolor interno. Había leído que la nostalgia es una salida a la angustia; estaba asfixiándose, y cerraba sus ojos a una realidad que lo lastimaba. ¿Dónde quedaba en su vida la efímera felicidad? Lo zarandeaba la dramática lucha de la posesión de la tierra como medio de vida y comprendía a esos campesinos, que se resistían y sobreponían a las persistentes amenazas de exterminio, en su afán de no doblegarse a la condena de ser desempleados o proletarios en las crecientes periferias urbanas.

Preso de la ansiedad, se movía de un lado para otro, verificaba cada una de las acciones porque no toleraría el abuso de poder de sus hombres ni los desmanes de los labriegos; deseaba a toda costa que no sucediera ningún desenlace lamentable. Caminaba de aquí para allá. De pronto, se acercó a uno de los ranchos; se asomó al umbral de la puerta, y percibió el aroma a cirio.

En la pieza, divisó un pequeño altar donde resaltaba la imagen de San Ramón, tallada en madera. Una mujer sentada en un rincón tenía prendido a sus senos un pequeño bulto envuelto en harapos.

Cuando Ramón miró al suelo, descubrió una manta extendida y la placenta como una masa veteada en un charco de sangre.

Ella había parido sola a su hijo, en cuclillas; y con la llama de la vela había cercenado el cordón umbilical. A los cuarenta y dos años, sorprendido, él comprendió la magnitud de la devoción que su madre le profesaba a ese santo.

1.             Colación de media mañana que se ingiere antes de tomar la bebida refrescante llamada tereré, infusión de agua fresca y yerba mate.

2.             Para mí, aquí los campesinos están fuertes

3.             Cállese, bolche

4.             Rancho con techo de dos aguas

5.             Él cuida de mí

6.             ¡No lastimen a los niños!

  Los laberintos del dolor

 Trémula, percibió un fino temblor en su brazo izquierdo. Sintió que se quedaba en blanco. El sudor recorría su delicada  piel, una leve humareda le cegaba y sentía una profunda paz. Silvina aspiró una bocanada de aire y se dispuso a jalar sin prisa el dispositivo de la fortuna. La situación simulaba un juego de muñecas rusas, quizá por su característica repetitiva. Su jugada o movimiento estaba comenzando, la probabilidad había sido considerada; pero, el posible desenlace se develaría al finalizar la partida. La pérdida o ganancia sucedería cuando todo se terminara; era tan sencillo como declarar un ganador o perdedor.

Silvina Brandoni había participado del levantamiento de un cadáver sin identificación. Estaba en estado de descomposición, llamaba la atención el orificio de la bala sin salida en la cabeza. Unos pescadores lo encontraron en el río y denunciaron el hallazgo, sin demora. Entre periodistas, fotógrafos y policías se desarrolló la investigación, y concluyó que la víctima se había suicidado. La realidad no es precisamente interesante en el ámbito forense; el hecho se había dilucidado fortuitamente, y el azar fue el protagonista principal. Una situación similar sucedió una semana después, en las cercanías de una fábrica abandonada en la periferia de la ciudad. En la madrugada, un hombre que se dirigía a su lugar de trabajo tropezó con un cuerpo que yacía junto a un montículo de basura. Ella, acompañada de la comitiva investigadora, llegó hasta la calle donde estaba el yacente que ya había sido reconocido. Se trataba de un empresario que mediante justas electorales ocupaba una banca en el parlamento.